Domingo XIV del Tiempo Ordinario, Ciclo B

Y desconfiaban de él

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

“En la confianza está el peligro”: así decimos muchas veces; y también: “fíate, y no corras”. Por fortuna, podemos recordar otra expresión que equilibra las cosas; es el título de una obra de teatro de Tirso de Molina: “el condenado por desconfiado”. No podemos ir de absolutamente ingenuos por la vida, pero tampoco de absolutamente desconfiados, porque esto nos impediría dar el más mínimo paso. Si uno cree que el suelo que tiene delante es en realidad, no tierra firme, a pesar de su apariencia, sino un terreno de arenas movedizas que lo van a engullir apenas pise, no se moverá; si piensa que el cocinero del restaurante lo quiere envenenar, no cruzará la puerta; si cree que el aire ha sido contaminado con gas sarín, contendrá la respiración.

Algo se quiebra fácilmente en toda relación humana cuando uno la vive desde la sospecha, desde la pregunta insidiosa: “¿me la estará jugando tal persona con la que tengo algún asunto en común, quizá muchos asuntos en común?”. Ante los desconocidos que nos abordan muy amables y nos venden duros a cuatro pesetas cabe también preguntarse: “¿me querrá timar?”. No es la primera vez que sucede, ni será la última. También puede sobrevenirnos esta pregunta en relación con los conocidos. En ocasiones se tratará de una desconfianza sana; en otras, de una suspicacia enfermiza de la que necesitamos curarnos.

¿Cómo actuar, entonces, en cada caso? Lo que nos parece más razonable es pedir a las cosas y a las personas sus credenciales, para averiguar en qué medida son de fiar en lo que ofrecen o prometen. Y las mismas credenciales requerirán un examen atento, porque pueden estar bien trucadas.

¿Qué hace Jesús para darse a conocer? No se dedica a exhibir simplemente grandes títulos que deslumbren a la gente. Se aplica a su obra, se entrega a su misión, habla y actúa, pone gestos y signos; en esa palabra y esa actividad se podrá descubrir quién es y se podrá penetrar algo en su verdad. Pero sus antiguos convecinos, que lo escuchan y que han oído hablar de sus milagros, se atrincheran en la desconfianza. Creían conocerlo de sobra. Estaban enterados del parentesco de aquel hombre: conocían a su madre, a sus hermanos, a sus herma­nas; pero se resistieron a asomarse al otro parentesco profundo, el que nos presenta Marcos al comienzo y al final del evangelio: Jesús, el Hijo de Dios. Aquellas gentes se han detenido en la sobrehaz. Jesús se convierte para ellos en “un viejo desconocido”, no quieren abrirse al examen de las credenciales que presenta, a los dones que trae, ni a las llamadas que hace. Dice el evangelista: “desconfiaban de él”.

Jesús, al hablar y actuar, cumplía por su parte un gesto de confianza y de esperanza; de lo contrario, tampoco él habría dado un solo paso en su tarea mesiánica. Pero, una y otra vez, no se vio correspondido. Aquella desconfianza no produjo en él desencanto, y mucho menos despecho, aunque sí extrañeza y, al final, profunda tristeza; él continuó, no obstante, su obra hasta el último instante y con el mismo empeño. Y aquella desconfianza casi le ataba las manos, pero no del todo: aún pudo imponerlas a algunos enfermos y curarlos.

Concluimos el episodio implicándonos en su significación. Porque Jesús es hoy y aquí para ti lo que tú le dejas ser. Los vecinos de su pueblo sólo le dejaron ser un vecino más, no lo que realmente era y manifestaba ser: el portador de la salud y de la salvación. Sí: Jesús es para ti lo que tú le dejas ser. Te puedes preguntar: “¿me abro suficiente­mente al encuentro con Él? ¿Es para mí también ‘un viejo desconocido’ de tanto creer que lo conozco?”