Domingo XIX del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Le entró miedo

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

Los seres humanos somos enormemente complejos. Y hay dimensiones de nuestra vida que no son fáciles de controlar. Esto sucede de modo especial con nuestras emociones: sabemos que nos juegan malas pasadas y con ellas están relacionadas muchas enfermedades mentales. Hoy, el evangelio nos invita a asomarnos a ese mundo fluctuante, inestable, a veces poderosamente zarandeado, de las emociones.

Otro espacio interior enormemente rico es el de los sentimientos. Hacen que nuestra vida cobre espesor. Como escribía un pensador, una vida sin sentimientos es tan tenue como una fina lámina de papel. Pablo nos invita a acercarnos a ese otro mundo de los sentimientos.

Comencemos por las emociones. Hay una palabra que figura tres veces en el evangelio de hoy: la palabra "miedo". La emoción a que remite es de las que nos juegan malas pasadas. El miedo nace en ocasiones de una falsa percepción de las cosas y lleva a conductas erróneas. Y el miedo no nos deja percibir las cosas como son: las deforma, es como esas lentes o espejos deformantes de algunas atracciones de feria o de algunas galerías. Las personas, para bien, y a veces para mal, no somos como los ordenadores, o como las calculadoras. Estos aparatos realizan ciertas operaciones con una velocidad pasmosa. No es que sean inteligentes, pero los designamos con una metáfora y hablamos de la "inteligencia artificial". Los ordenadores no tienen emociones, ni sentimientos. Pero nuestra inteligencia, la real, la humana, no es así. Sabemos que nuestras emociones pueden alterar nuestra percepción de la realidad. Así, la noche, el cansancio físico de la brega y el desgaste psíquico ante la peligrosidad de la travesía y la incertidumbre del final, hacen que los discípulos, al ver a Jesús, crean estar viendo un fantasma. Y se asustan, y gritan de miedo.

Jesús los tiene que alentar. "¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!". Con esas sencillas y esenciales palabras les hace una verdadera revelación que exorciza por completo los fantasmas interiores.Y en Pedro se repita la misma experiencia. La palabra de Jesús le tendía una base para caminar y la mirada de Jesús era como un cable tendido que lo sujetaba al Maestro. Pero Pedro deja de mirar a Jesús, se olvida de que Jesús lo está mirando, no percibe sino el golpe del viento y de las olas y su cuerpo a la vez frágil y pesado que se bambolea y hunde. Lo mismo que antes los discípulos lanzaron un grito para sacudirse algo el miedo, ahora Pedro lanza un mensaje de socorro para que Jesús lo salve.

Pablo nos habla del pesar que siente por sus hermanos de raza, que han rechazado a Jesús. Esto le causa un dolor profundo. Su testimonio revela una gran tristeza. Lo dice expresamente: "siento una gran pena y un dolor incesante en mi corazón". En este caso nos hallamos ante un sentimiento bueno, que nace del amor. Quizá también sus hermanos de raza se dejaron llevar de malas emociones que les impidieron percibir la verdad de Jesús. Quizá también vieron fantasmas en lugar de la realidad viva del Señor. Quizá los pudo el miedo ante el camino de conversión que tenían que haber iniciado tras la llamada de Jesús. Ciertamente, Pablo podía ahorrarse toda tristeza, pero sería a un precio demasiado caro: dejar de amar, volverse indiferente ante la suerte de los suyos. Y no estaba dispuesto a ello. Más: con tal de salvar a sus hermanos estaba dispuesto a pagar un precio inconcebible: "por el bien de mis hermanos... quisiera incluso ser un proscrito lejos de Cristo". Es otra forma de "desvarío": el desvarío del amor. Nos conmueve. Conduce a la entrega desmedida. No se la puede comparar con los fantasmas que nacen del miedo, llevan al miedo y nos hacen zozobrar.

Que la presencia de Jesús, siempre a cierta distancia, cure nuestras emociones malas y nos revista de sentimientos como los de Pablo, como los suyos.