Domingo XIX del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Comensales y sirvientes

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

             

Hoy recibimos varias invitaciones. A alguna es muy sensible san Lucas, cuyo evangelio escuchamos este año domingo tras domingo. Según el pasaje de hoy, Jesús pedía a sus discípulos unas actitudes bien concretas en la vida. Vamos a verlas.
1. En primer lugar, la confianza. Porque, fijaos bien, Jesús, antes de pedirnos nada, comienza hablándonos de lo que Dios nos quiere dar, para que se nos ensanche el corazón y se nos llene de esperanza. Y con ese fin emplea Jesús el lenguaje de la gente de su tiempo. Como para ella el no va más de la esperanza se cifraba en la llegada del Reino de Dios, Jesús declara a sus discípulos que el Padre les tiene reservado el Reino. Dios va a implantar su soberanía, y en su mundo ya no tendrá cabida el mal y seremos colmados por los bienes que más anhelamos, aunque no sepamos ponerles nombre. Porque ponerles nombre no es lo más importante; lo que importa es que los anhelemos dentro de nosotros. Insisto: Jesús quiere que veamos a Dios ante todo como pródigo y derrochador, no como pedigüeño. Sólo desde ahí, desde la contemplación primera de la bondad de Dios, y desde la seguridad que tenemos de recibir el Reino por haber empeñado Jesús su palabra, nos invitará el Maestro a adoptar otras actitudes en la vida, coherentes con esta promesa que él ha formulado.
2. Jesús quería, en efecto, que sus discípulos estuvieran ligeros de equipaje. Y eso no sólo cuando tenían que partir como evangelizadores. Más radicalmente, los quería ligeros de equipaje en la vida misma. ¿Qué queremos decir con esto? Sencillamente, ligeros de equipaje son los que no se dejan enredar por los bienes de este mundo, porque no les entregan el corazón y porque saben poner sus bienes y sus capacidades al servicio de los desheredados de nuestra tierra. Es el radicalismo del evangelista Lucas en relación con la posesión de bienes. Quizá estas palabras que hoy hemos escuchado tengan una relación particular con la bienaventuranza de los pobres. Sí, estos pueden sentirse dichosos cuando experimentan que hay personas y comunidades que comparten con ellos lo que poseen. Algo parecido a lo que oí referir a un misionero que trabajaba en tierras del sur de España:
En uno de los pueblos que atendía había un anciano o una anciana que carecía de todo. Para colmo, era una persona que se encontraba inválida. Pero había puesto toda su confianza en Dios y Dios había tocado los corazones de sus vecinos, que le asistían en todas las necesidades. Se habían organizado de tal modo que a aquella persona no le faltaba de nada y en todo era servida con un cariño y un desinterés conmovedores. Conocía la bondad y la providencia de Dios, que se le hacían palpables a través del cuidado que le prodigaban gentes sensibilizadas hacia un hermano o hermana en necesidad. Así vivió el último tramo de su vida y así murió. Se había abandonado en las manos de Dios y las manos invisibles de Dios se habían hecho visibles en las de unos hermanos. El desprendimiento y la servicialidad son rasgos propios de un discípulo de Jesús. En las colectas que de vez en cuando organizamos y en servicios y ayudas que podéis prestar en Caritas parroquial, o en otras iniciativas personales, se puede hacer patente este rasgo de una vida de discípulo.
3. Finalmente, lo mismo que está ligero de equipaje, el discípulo ha de estar pronto como un criado que a cualquier hora del día e incluso de la noche espera la llegada del amo para abrirle nada más llamar. Esto ya no se da en nuestra cultura, salvo en la recepción de los hoteles y de los Colegios Mayores, o en las comisarías, o en las urgencias de un hospital. Pero retrata a la perfección la disponibilidad que el Señor quiere de nosotros. Recordemos también lo que veladamente se insinúa en la primera lectura: los israelitas estaban la noche de Pascua prontos, con la cintura ceñida, para comenzar la marcha de la liberación.

En resolución, el evangelio de hoy traza un pequeño círculo. Comienza hablándonos del Reino que nos tiene reservado el Padre. Luego nos invita a prolongar la prodigalidad de Dios. Es cierto, todas las cosas son nuestras –como decía san Pablo–. Pero procuremos ser verdaderos dueños, no esclavos de las cosas. ¿Quién duda que podamos tener amores y lazos terrestres? Pero que ninguno de estos vínculos se convierta para nosotros en atadura. Sepamos vivir el don, la generosidad, y así las cosas nos unirán en lugar de separarnos a unos de otros. Por último, el evangelio nos apremia a saber aguardar a nuestro Dios. Si velamos con solicitud por su venida, Él, en su Reino, nos hará sentar a la mesa y nos servirá.