Domingo XVIII del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Tomó los cinco panes y los dos peces

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

Jesús, si nos atenemos al testimonio que de él dan los evangelios sinópticos, no hablaba mucho de sí mismo. No andaba diciendo: «yo soy el mesías que esperáis», «yo soy el salvador del mundo», «yo soy el que tenía que venir, el prometido por los antiguos vigías de Israel»... Lo que ocupaba el centro de su mensaje era la llegada del Reino de Dios. Es un mensaje que no se le cae de la boca. Pero Jesús no se conforma con hablar. Jesús hace señales, realiza signos. Hoy le vemos realizar un gran signo. Con él quiere dar a entender que el Reino de Dios que anuncia no es un espejismo, sino una realidad que se deja sentir, que entra por los ojos, que entra por la boca. El signo que Jesús realiza es una muestra extraordinaria de que se han cumplido los tiempos mesiánicos. Así nos enseña que las promesas de Dios no son espejismos humanos. El Dios de la vida puede dar y da más de lo que podemos soñar o pedir. Si el domingo pasado aprendíamos que para quien valora el Reino de Dios y está dispuesto a pagar el último céntimo por ganarlo la vida no será en absoluto una estafa, hoy aprendemos que ese misterioso Reino de Dios no es en absoluto un espejismo que sufrimos en el desierto de nuestro vivir.

Jesús realiza esta señal por propia iniciativa, sorprendiendo también a los discípulos. Como algo totalmente inesperado, contra la propuesta de los discípulos, Jesús sacia a la multitud. El evangelio de san Marcos presenta la multiplicación de los panes después de varios días de enseñanza de Jesús a la gente, que no le pedía pan, sino razones de vivir, de trabajar, de esperar, de sufrir, de morir, que buscaba el Reino de Dios. Pues bien: vemos cómo en este caso se cumple literalmente la palabra de Jesús: «Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, lo demás se os dará por añadidura». ¿De qué nos sirve tener abundancia de pan, tener con qué vivir, si carecemos de esas razones, si no tenemos un por qué vivir y un para qué vivir? Podemos morir de solo pan (D. Sölle).

¡Lo que Jesús hizo con 5 panes! ¡Lo que Dios puede hacer con una pequeña semilla de palabra, con una pequeña semilla de pan, con una pequeña semilla de cooperación nuestra que podría parecernos insignificante! Aportemos lo que tenemos, lo que sabemos, lo que buenamente podemos, por poco que sea, por ridículo que nos parezca. Una limosna, un acompañamiento a un enfermo, un buen consejo, un ofrecimiento para dar catequesis. O también una vida entregada a su servicio. Dios sabrá darle crecimiento. Pensad en san Francisco de Asís, que respondió a la llamada de Dios y se entregó por entero a Él y a su Señorío; ese Francisco que se consideraba a sí como un mínimo, y que fundó la orden de los frailes menores. Hace unos años, hacia el dosmil, se hizo una encuesta sobre el hombre más influyente en la historia del segundo milenio. Pues, sorprendeos, fue elegido él por la mayoría de los encuestados. El pequeño Francisco de Asís, el hombre más influyente del segundo milenio. Dios puede hacer milagros con esa pequeña aportación nuestra. Una gran ley del Reino de Dios es la ley de la abundancia, no la de la escasez.

Resumamos. Uno, el Reino de Dios no es un espejismo. Dos, busquemos a Dios, busquemos su señorío, la obediencia y docilidad a su querer: que sea ese nuestro mayor cuidado; lo demás nos vendrá «como regalo caído del cielo», aunque no se nos prometan toda serie de comodidades. Tres, nuestra aportación a este Reino de Dos, por muy pequeña que sea, puede ser muy fecunda.