Domingo XVIII del Tiempo Ordinario, Ciclo B

El trabajo que Dios quiere

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

El domingo pasado escuchábamos el relato de la multiplicación de los panes, de la multitud alimentada por Jesús. Hoy entramos ya en el discurso de Jesús que nos lleva a comprender cuál era el sentido de aquel espléndido signo.

1. Hoy se nos invita a dar un salto. Es que el signo realizado puede ser ma­lentendido: el Señor no se ofrece como la respuesta fácil e inmediata a las nece­sida­des mate­riales que diariamente nos acucian. La gente que había participado en aquella gran comida se podía decir: «aquí está la solución de todos nuestros problemas. El que hace un cesto hace ciento. El que hace una multiplicación de panes hace una multi­plica­ción de multi­plicaciones. Así que nos podemos ahorrar todo trabajo del vivir teniendo este profeta con nosotros. Este hombre va a ser la panacea de todos nuestros males». Pero Jesús deshace el malentendido, desenmascara ese deseo y desengaña a la gente. Y tampoco da una regla tan sencilla como ésta: «así como yo repartí la comida entre vosotros, compartid vuestros bienes. Sed anfitriones unos de los otros. En el mundo hay bienes suficientes para que todos podáis satisfacer vuestras necesidades». Es algo evidente, y en otros lugares encontramos esta invitación de Jesús, u otra semejante. Y también es evidente que para conseguir el alimento que perece tenemos que trabajar; pero Jesús propone bruscamente, de golpe, otro trabajo, otra obra, que puede parecer extraña: creer en el que Dios ha enviado; creer en Él como el que da la vida al mundo, como el Pan de vida.

2. Hace seis años, en una entrevista en la plaza de San Pedro, respondía un joven alemán a un periodista que se interesaba por esa amplia empatía que se da entre los jóvenes y el Papa: «todos tenemos vidas fracturadas y él nos da la solidez que todos ansiamos». Lo que completaba un compañero con estas palabras: «queremos algo más que trabajar para comprar y consumir». Estas últimas palabras nos invitan a pensar. Si nuestra vida se cifrara sólo en trabajo y consumo, nos veríamos sujetos a una especie de rueda del destino: trabajar para consumir, para volver a trabajar y volver a consumir, y así indefinidamente. Podemos cambiar de trabajo, y la variedad de objetos que ofrece el mercado para nuestro consumo es ilimitada; pero esas variaciones no cambian nada: seguiríamos girando prendidos en los dientes de la misma rueda. De ahí que, desde hace unos años, se nos sugiera abrirnos a las “pequeñas trascendencias”: dar un paseo, regar unas macetas, encontrarnos con una persona amiga. Con esos gestos introducimos un elemento de gratuidad en la vida diaria, en cierto modo nos zafamos de los engranajes de esa rueda de la producción y el consumo. No somos meras piezas que sólo existen en función del mercado. Quizá ese paso nos lleve más allá. No parece suficiente. De ahí que los humanistas y los maestros de la ética puedan sugerirnos: la vida cobra calidad cuando vivimos para más que nosotros mismos: con actitudes y conductas de servicio, dando nuestro tiempo y nuestra escucha, mostrándonos cercanos a las víctimas, acogiendo al extranjero que pasa necesidad, ejerciendo el perdón, practicando el respeto y la justicia en nuestras relaciones con los demás, compartiendo los bienes (como hemos apuntado antes), etc. Esto es más que esas pequeñas trascendencias que mencionábamos líneas atrás. Nos remite a una tarea y unos empeños de más aliento, es un verdadero reto ante el que nos podemos sentir débiles, impotentes, infieles.

3. El evangelio de hoy nos impulsa a ir más allá, a seguir ahondando. Tocamos la verdad más radical cuando nos abrimos a Dios, nos recibimos agradecidamente de Él, reconocemos a Jesucristo como la manifestación suprema de su amor («tanto amó Dios al mundo que le entregó su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna»), apoyamos nuestro ser en Jesucristo viviendo de Él y para Él. Desde esa comunión se podrá afianzar y potenciar en nosotros esa nueva trascendencia a que nos invitaban los humanistas. Basta contemplar a los santos que se han desvivido por los demás de modo asombroso. Como nos ha dicho la carta a los Efesios; los que han aprendido a Cristo se han renovado “en la mente y en el espíritu” y se han vestido “de la nueva condición humana, creada a imagen de Dios: justicia y santidad verdaderas”. A este más es a lo que nos quiere conducir Jesús en su discurso del Pan de vida. El signo espléndido que había realizado pretendía alzar a sus oyentes a ­ese nivel nuevo. Jesús les hacía con ese signo una revelación acerca de su persona: Él el Pan de vida; y el paso que se espera de nosotros es acer­carnos a Él como ese Pan que responde a nuestra necesidad y exigencia más esencial. Es que Jesús es un ali­mento que no engaña. Es el pan supersustancial que Dios nos da. La comunión con Él, que es el don que nos hace el Padre, da a nuestra vida su sentido y valor definitivos y nos capacita para toda obra buena. Ojalá se pueda cumplir en nosotros lo que decía el salmista: “contemplad su rostro y quedaréis radiantes”.