Domingo XVII del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Va a vender todo lo que tiene y compra el campo

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

Llegamos a las últimas parábolas de este tercer gran discurso de Jesús en que habla de esa realidad misteriosa del reino. La parábola del sembrador instilaba la certidumbre de la granazón del reino de Dios en la historia y más allá de la historia. La de los segadores invitaba a conocer los ritmos de las cosas y la paciencia de Dios.

Hoy nos asomamos a una clave del éxito de la siembra: el reino de Dios es la cifra o símbolo de nuestro máximo interés y se corresponde con la vocación más radical que nos habita. Es el tesoro que consciente o inconscientemente buscamos. Estamos hechos para él. O, como decía san Agustín: «Nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en Ti».

En efecto, estamos internamente habitados por algo que entre los filósofos y pensadores ha recibido distintos nombres: "la nostalgia (o nostalgia de lo totalmente otro, del totalmente Otro)", "la demanda y búsqueda de sentido", "un eros o deseo ilimitado de autorrealización", "el principio esperanza", "la inquietud humana"... Percibimos en nuestra vida un impulso a ir más allá (plus ultra). Nos parecemos a las gacelas que de hablaba un escritor, Antoine de Saint-Exupéry, quien con unos compañeros había criado unos ejemplares en un oasis de los confines del Sahara. Refiere este escritor:

«Las teníamos encerradas al aire libre, en un cercado de cañas, porque las gacelas tienen necesidad de que circule libremente el aire, y no hay animal más sensible. Si se las captura cuando son jóvenes, siguen viviendo sin dificultad y llegan incluso a comer de tu mano. Se dejan acariciar y tocan la palma de tu mano con su húmedo hocico. De este modo crees que las has domesticado... Pero llega un día en que las sorprendes apretando sus pequeños cuernos contra la cerca, en dirección al desierto. Parece como si estuvieran imantadas. No son conscientes de que te rehúyen; de hecho, beben la leche que les llevas, se dejan todavía acariciar, hunden su hocico en tu mano aún más cariñosamente que antes... Y sin embargo, en cuanto las dejas, compruebas que, tras un breve retozar, aparentemente felices, vuelven hacia la cerca. Y si no intervienes, se quedan allí, sin tratar siquiera de luchar contra el obstáculo, sino limitándose a apoyar contra él sus cuernecillos, humillando la cerviz, hasta que mueren... Lo que buscan, y lo sabes, es el espacio que ha de completarlas. Desean ser gacelas y danzar su propia danza. Quieren conocer, a ciento treinta kilómetros por hora, la huida rectilínea, salpicada de pequeños brincos, como si aquí y allá brotasen llamas de la arena. ¡Qué importan los chacales, si la verdad de las gacelas consiste en experimentar el miedo, que es lo único que las obliga a superarse y les hace dar los más fantásticos saltos...! ¡Qué importan los leones, si su verdad consiste en ser despedazadas por un zarpazo bajo el sol...! Entonces las observas y piensas: ‘míralas, presas de la nostalgia...’».

Es verdad que cometemos muchas torpezas, que somos en mayor o menor medida infieles a esa vocación de crecimiento en el Misterio de Dios y hacia ese Misterio, que conocemos y consentimos más de una, dos y tres veces al tirón de inclinaciones más oscuras y que hay unos serios desajustes interiores. Son como la persistente resonancia en nuestro espacio personal y social de un inarmónico big bang humano que se ha llamado "pecado original". Pero quien ha sido encontrado por el tesoro, como el jornalero, o lo ha encontrado por fin, como el comerciante, sabe que su vida gravitará en torno al gran hallazgo.

Eco, entre lejano y cercano, de esa experiencia es la declaración de otro escritor, G. Steiner: «Una vez que un joven es expuesto al virus de lo absoluto, una vez que ve, oye, huele la fiebre en quienes persiguen la verdad desinteresada, algo de su resplandor permanecerá en ellos. Para el resto de sus vidas y a lo largo de sus trayectorias profesionales, acaso absolutamente normales o mediocres, estos hombres estarán equipados con una suerte de salvavidas contra el vacío».