Domingo XV del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

           

“Maestro, ¿qué tengo que hacer...?” “Haz esto...”; “haz tú lo mismo”. Por tres veces nos sale al paso el verbo “hacer”. No se discute, pues, que haya que hacer algo. Pero no se ve claro el qué, la obra que se debe hacer, aunque el letrado despeja de inmediato el interrogante; y tampoco se ve claro el quién, la identidad del prójimo, y ahora será Jesús el que da la pista para resolver la cuestión.

Ser prójimo significa acercarte a las víctimas sin pasarte a la otra acera; no tener miedo a incurrir en impureza ritual u otros riesgos si tocas un cadáver o la sangre de un malherido; dejar que un imprevisto altere tus planes para esa mañana o ese día que te prometías feliz, y atender a la urgencia que se ha presentado; ser una mujer o un hombre eficaz que llama con el móvil a la Cruz Roja, o que practica los primeros auxilios, se toma las molestias necesarias y, llegado el momento, remite los casos a las personas competentes; hacerle de nuevo la vida posible al que estaba tirado en la cuneta. Y como no sólo hay accidentes y desgracias eventuales, sino también situaciones “estructurales” de pobreza, enfermedad, analfabetismo, alienación y esclavitud, ser prójimo significa darse cuenta de esas realidades dolorosas, dejarse tocar por ellas, conocerlas con la mayor amplitud y profundidad y llevar a cabo soluciones estructurales. El P. Chenu, un teólogo dominico del siglo XX, acuñaría esta expresión: “las masas humanas, mi prójimo”.

Pero ¡atención! En la parábola, “prójimo” es el samaritano. De ahí que podamos entender en un sentido algo nuevo el mandamiento antiguo: “amar al prójimo” consistirá en mostrarnos reconocidos a quien nos ha levantado de la cuneta y nos ha deparado una nueva oportunidad de vivir. Podemos así recoger una doble llamada: ama a quien ha sido prójimo para ti, sé tú mismo prójimo para otros.