Domingo XXIV del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Setenta veces siete

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

Si vamos por la calle y alguien nos da involuntaria e inadvertidamente un pisotón, es normal que nos pida perdón y que nosotros no tengamos dificultad alguna en excusarlo. Ha sido algo ligeramente molesto para nosotros, pero el otro peatón lo hizo por torpeza y sin querer. No tenía intención alguna de causarnos un daño, ni siquiera una molestia, expresamente a uno de nosotros, con su nombre y apellidos; lo más probable es que ni siquiera nos conociera. Por todas esas razones, no se ha dado ninguna ofensa. Para que haya ofensa se requiere que el causante conozca al ofendido y que pretenda hacerle daño de forma deliberada.

¿Qué sucede cuando se recibe una ofensa? Que uno se siente interiormente herido. Y caben varias reacciones: la primera, pagar con la misma moneda, o incluso causar un agravio más grande, con lo que uno acaso siente que ha reparado su honor. Un ejemplo típico es la venganza siciliana con su cadena de muertes. Aquí no se acude al juzgado para presentar una denuncia. En esas sociedades de usos arcaicos la gente se toma la justicia por su cuenta. Al mal se responde con el mal, y el que la hace la paga. Y ahí comienza la cadena de agravios y de daños más o menos graves.

También cabe otra posibilidad. Cuando el ofendido se siente más débil que el ofensor, puede optar por el silencio, no sea que las cosas cobren mal cariz y uno salga peor parado. Es una conducta dictada por el miedo. Quizá la dignidad propia haya quedado maltrecha, pero uno se traga la ofensa recibida y no replica, aunque por dentro sienta ganas de hacerlo.

Pero hay una tercera reacción posible, que es cabalmente la que nos propone Jesús: el perdón. El perdón no es un signo de debilidad ni de cobardía. Es más bien señal de magnanimidad, de libertad y de bondad. De magnanimidad, porque no nos dejamos llevar por el resentimiento; de libertad, porque no actuamos reactivamente; de bondad, porque ofrecemos al ofensor una nueva posibilidad de vivir reconciliado, acogido, en paz con nosotros.

¿Por qué perdonar? Porque nosotros hemos sido perdonados primero por Dios. Es lo que nos enseña la parábola que hemos proclamado y escuchado. Y por una segunda razón: para ser perdonados nosotros por Dios.

Muchas veces hemos podido oír o leer: "perdono, pero no olvido". Se comprende: la herida que hemos recibido y que a veces puede ser muy profunda, deja un recuerdo difícil de borrar, lo mismo que también son imborrables o poco menos otras experiencias que han sido particularmente gratas. Pero si ese recuerdo no arrastra un turbio rencor, si lo vivimos pacificados, si decimos a Dios de verdad: "perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden", en ese caso el recuerdo es sano, y no hay nada malo en él. A veces, sin embargo, decimos "perdono, pero no olvido" y en ese recuerdo hay un rescoldo de rencor. Entonces hemos de pedir al Señor que vaya purificando nuestros recuerdos.

Decía un escritor: "no es cristiano el que no da la mano; poco importa después lo que haga con esa mano". Y recordemos también las palabras de una oración atribuida a S. Francisco de Asís: "Haz de mí, oh Señor, instrumento de tu paz: que donde haya odio, ponga yo el amor, donde haya ofensa ponga perdón".