Domingo XXIX del Tiempo Ordinario, Ciclo B

El hijo del hombre ha venido para dar su vida

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

Releamos en orden inverso las lecturas de hoy. Y dejemos que su mensaje cale en nosotros, como la lluvia que en otoño suele empapar la tierra. Nos ayudarán a comprender algo más la historia y el destino del que es nuestro Señor.

            Comencemos por el Evangelio. Hay una máxima que todos conocemos: «a vivir, que son dos días». El sentido de esta sentencia es diáfano: «el tiempo es breve, y la vida, fugaz; es un tópico decir que la vida es un bien pasajero. La conclusión que se saca es ésta: apuremos al máximo este tiempo que nos ha tocado en suerte. Antes que llegue el crepúsculo y caigan las sombras, gocemos de la luz del día y de todas las cosas que nos ofrece este mundo cuya imagen pasa».

            Si nos paramos a analizar un poco esa máxima, al punto descubrimos que, bajo su tono vitalista, animoso, alegre, bienhumorado, hay, por lo menos, un poso de profunda melancolía.

            No sabemos si Jesús la conocía. Pero lo cierto es que Él tenía su propia máxima: «El Hijo del Hombre ha venido a dar su vida en rescate por todos», como si dijera: «a desvi­virse, que son dos días». ¿Por qué una máxima así? ¿No amaba Él la vida? ¡Claro que la amaba! Y conoció las alegrías de este vivir nuestro. No era un profesional del ascetismo, ni un hipocondríaco. Se le llegó incluso a acusar de ser demasiado aficionado a comer y a beber. Jesús era también un líder nato. Tenía una extraordinaria capacidad de arrastre. Los evangelios ponen de relieve en distintos lugares su “autoridad”: hablaba y actuaba como quien tiene autoridad. Podía haber sido un “triunfador”. ¿Por qué, enton­ces, regula su vida conforme a una máxima de ese tipo? Porque Jesús afrontaba la vida desde otras claves. La experi­mentaba como un don que había recibido, no para malgastarlo, no para retener­lo, no para apuntarse triunfos demasiado terrestres, sino para compar­tirlo y entregarlo. Lo más suyo era algo comunal, don para la multitud. Hizo su apuesta con toda lucidez. Y es desde ahí, desde esa su experiencia base de la vida como un don plenamen­te gratuito, desde donde invitaba a los discípulos a que fueran servidores.

            En la segunda lectura se nos da a conocer una vertiente concreta de la vida de Jesús. No fue un camino fácil y despejado. Jesús conoció, como todos, las dificulta­des, los malos ratos, las pruebas. Es uno de los rasgos de su solidari­dad con noso­tros. Por eso nos comprende desde dentro, porque él ha vivido nuestra misma vida en todas sus vertientes. Lo único que lo singulariza es que mantuvo siempre su comunión con Dios, que no la rompió jamás. Pero conoce nuestros desfalleci­mientos, nuestras tentaciones, nuestros malos momentos o nuestras malas temporadas. Sí, también Él tuvo malos ratos. En los evangelios sólo nos quedan algunos apuntes relativos a las tentaciones del desierto y a las pruebas y angustia de los momentos finales. Pero basta con esas muestras para que reconozcamos a Jesús como uno de los nuestros, probado en todo exactamente como nosotros. Y aquí es donde recibimos una segunda invitación: cuando lo pasamos mal, cuando experimentamos las heridas del vivir, podemos acercarnos a Él con toda confianza, seguros de que nos va a comprender.

            Y acabamos este repaso con la primera lectura. ¿Fue una vida malograda la de Jesús? Cuando la miramos con los ojos con que el profeta Isaías contem­plaba al Siervo de Yahvé nos damos cuenta de que no fue uno de esos triunfado­res que arrasan por todas partes, pero reconocemos también que su vida fue a la postre una victoria, una limpia victoria. La última palabra no la tienen los trabajos, ni los rechazos, ni la angustia mortal, ni la muerte violenta: no la tienen los poderes malos de este mundo. La última palabra la tiene el Dios de la vida. Aquí también recibimos una invitación: la de cobrar concien­cia de que le pertenecemos.

            En la Eucaristía se hace presente el gesto de entrega de Jesús. Acojá­moslo, para que podamos vivir en actitud de servicio. Le invocaremos como Cordero de Dios que quita el pecado del mundo: hagámoslo llenos de confianza. Aclamaremos su victoria sobre la muerte, el último enemigo.