Domingo XXI del Tiempo Ordinario, Ciclo B

Creemos y sabemos que eres el santo de Dios

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

Hagamos un pequeño ejercicio de memoria. Venimos leyendo el capítulo sexto del evangelio de san Juan. Ha sido una lectura por entregas. Hoy le hemos dado remate. Recordemos sólo dos cosas.

Jesús ha realizado un signo: ha alimentado a una multitud. Y Jesús ha pronunciado unas palabras, en las que ha revelado que Él es el verdadero pan de vida y que su carne es verdadera comida y su sangre es verdadera bebida. Llega el momento de que los oyentes y los discípulos tomen partido, acepten la revelación que Jesús les ha hecho o bien den media vuelta y se retiren.

Un grupo de discípu­los se echa atrás ante el signo que es Jesús, como quien no quiere sucumbir al vértigo y se retira a tiempo del borde de un abismo. «La fe –decía un filósofo– significa estar al borde de un abismo oscuro y oír la Voz que grita: “Échate, que te recogeré en mis brazos”». Llegados a ese límite o borde, que ya no se oculta, sino que aparece, inequí­voco, en toda su radicali­dad, retroceden.

Pero Jesús no se ha quedado solo. Hay otro grupo que permanece a su lado y acoge la revelación que les hace. Fijémonos. Aquí no se trata de ningún mandamiento moral. Jesús mismo lo había dicho: el trabajo que el Padre quiere que realicéis es que creáis en el que Él ha enviado. El discurso del Pan de Vida era para Pedro palabra de vida eterna, pero para los que dejaron a Jesús era algo inasimilable. Y ahora, al hilo de este texto, y particularmente del final que hemos escuchado hoy, hagamos tres breves reflexiones.

La primera es que la fe pasa por momentos de crisis. Así, llega la adolescencia, y uno se abre a las llamadas de la vida y fácilmente se olvida de ese Dios en el que ha aprendido a creer y al que ha aprendido a orar en la familia y en la catequesis, o se rebela ante esa mirada de la que no puede zafarse; llega la juventud, y se desarrolla el espíritu crítico, y uno quiere conocer las razones por las que es sensato seguir creyendo, por las que el evangelio no es un consuelo de niños, sino algo plenamente serio y plenamente fundado, es Palabra de Dios. Llega la madurez y recibimos los golpes de la vida, o se nos abren más los ojos ante el escándalo de la injusticia que hay en el mundo, o nos quejamos de la aparente indiferencia de Dios ante nuestras súplicas, y su silencio se nos hace espeso. Extrañamente, los que nos han precedido han vivido quizá situaciones más duras que nosotros, y sin embargo han sido más robustos en la fe.

La segunda reflexión es que hoy nos encontramos con un fenómeno bastante extendido. Estos tiempos, que no parecen tan propicios para la fe, son tiempos de notable credulidad. Decía un escritor francés hace ya cincuenta años: “un sacerdote menos, mil pitonisas más”. Por ahí abundan la fiebre del horóscopo, el tarot, los echadores de cartas, los astrólogos, todo tipo de videntes y adivinos. Quizá haya personas con facultades fuera de lo común, pero ese negocio que se ha montado a base de pura charlatanería es un signo de la gran desorientación y de la enorme credulidad de mucha gente. La fe es algo más sobrio, más serio y más fundado.

Un tercer apunte. Por un lado, tenemos razones para creer: el sentimiento profundo de que somos criaturas, la luminosidad, belleza y la sabiduría del evangelio, la inabarcable e insondable realidad de Jesús, todos los frutos de santidad que ha producido el evangelio en la Iglesia. Pero a la vez importa resaltar que las razones de creer no nos dispensan de creer. Por eso somos libres para prestar asentimiento o para desentendernos; pero no podemos olvidar que tenemos que dar alguna respuesta al misterio de la vida. En cada fase de la vida estamos llamados a dar nuestro consentimiento a Dios, ese Dios misterioso que nos ha dado señales de vida, pero que no fuerza nuestra libertad.



Afortunadamente, no suelen faltar a nuestro lado personas que tienen una fe madura, y que responden como Pedro: «¿A quién vamos a acudir? Sólo tú tienes palabras de vida eterna». La compañía de esas personas es un apoyo para nuestra fe, que a veces puede sentirse frágil y tentada.