Domingo XXI del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Conocer a Cristo y ser conocidos por Él

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

Quizá alguno de nosotros pueda enseñar su álbum con fotos que se hizo con gente famosa, o mostrar en varios libros las dedicatorias de sus escritores favoritos. Pero, al entrar en sí mismo, se dirá: “bien, tengo estas fotos, y me gustan; me han firmado unos cuantos ejemplares los literatos que me fascinan, y me emociono por un instante al ver su letra. Pero esto me sabe a poco. Lo mejor habría sido ser colaborador estrecho y eficaz de esa persona que admiro; lo envidiable, que ese literato hubiera descubierto que tengo madera de escritor y hubiera despertado mi propio don literario. Es entonces cuando mi vida se podría dilatar desde dentro y cobrar dimensiones propias. Es en esa relación fecunda donde está el verdadero contacto con las personas que te hacen crecer y encontrarte con lo mejor que anida en ti”.

Algo así nos viene a decir hoy Jesús: “no te creas que por haber paseado por las mismas plazas que yo, haber ocupado asientos cercanos y haber tomado unos vinos casi codo con codo en la cantina puedes esperar que yo asienta cuando tú me digas: ‘¿no te acuerdas de mí? ¿es que no somos viejos conocidos?’. Pues te voy a contestar con otras preguntas: ¿Es que no sabes cuántas veces llamé a tu puerta y no me abriste? ¿No recuerdas cuántas veces respondías: “mañana le abriremos”, para lo mismo responder mañana? Por desgracia, debo decirte que me resultas un perfecto desconocido”.

Sí, el verdadero contacto personal no es estar físicamente a dos pasos del otro, o el simple roce de los cuerpos. Hay un episodio de la vida del mismo Jesús que lo revela a las claras. Una mujer que sufría flujos de sangre se le acercó y le tocó la orla del manto. Él lo notó, reaccionó al instante y preguntó: “¿Quién me ha tocado?”. Los discípulos se sorprendieron: “Pero ¿qué preguntas, maestro? Todo el mundo te está apretujando, y tú quieres saber quién te ha tocado”. Sí, la gente casi lo estrujaba, pero sólo una mujer lo tocó; y lo tocó sin tocarlo, pues no hizo otra cosa que palpar la orla del manto de Jesús. Pero aquel mínimo contacto llevaba dentro una fe intensa, un vivo deseo de verse por fin curada, una súplica a la vez callada  y clamorosa. Y de Jesús, fuente de la salvación, brotó la salud.

Sólo conocemos al Señor y sólo somos conocidos por él cuando nuestra vida ha sido tocada por la suya, cuando hemos aprendido de su enseñanza los dones que Dios ha depositado en nosotros, cuando ha podido hacernos una transfusión de sus amores, sus valores y sus afanes.  Por eso nos podemos preguntar: “¿Está mi vida marcada por la sencillez, la cercanía al que sufre, el respeto a los demás, el perdón, el servicio a la reconciliación, el empeño por causas justas, el amor a la verdad? ¿Se inspira en los valores del evangelio?”. En ese caso podrá el Señor reconocerse en nosotros y nos podrá declarar viejos conocidos.

Jesús, en el relato de hoy, acaba respondiendo al curioso que sí, que serán muchos los que se salven, y que procederán de los cuatro puntos cardinales, de toda la línea del horizonte. Pero antes le ha abierto los ojos para que no se haga falsas ilusiones; mejor: nos ha abierto los ojos para que no nos las hagamos nosotros.