Domingo XXVIII del Tiempo Ordinario, Ciclo C

¿Cómo has entrado aquí sin vestirte de fiesta?

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

Se puede suprimir la segunda parte del evangelio de hoy. En realidad, nos hallamos ante un fundido de dos parábolas que tienen su sentido si las independizamos. Vamos, como si separáramos dos siamesas que pueden vivir en autonomía recíproca. Pero también podemos desaconsejar la operación: lo que Mateo ha unido, que no lo separe el lector.

Y es que, en cierto modo, nos hablan del misterio cristiano en su unidad-dualidad de don y respuesta, de indicativo e imperativo, de alianza y encuentro. La prioridad absoluta le corresponde a la gracia, al don que Dios nos hace de sí mismo, a su iniciativa absolutamente inmerecida por nuestra parte, a la invitación apremiante que nos dirige para que entremos en el banquete que ofrece según la esplendidez de su amor.

Hay personas que consideran que el cristianismo debería deshacerse de esas extrañas creencias que profesamos: la creencia en Dios, la creencia en la encarnación del Hijo de Dios, la creencia en la resurrección de Jesús y en la resurrección de los muertos, la creencia en la vida futura. Ese es un lastre del que conviene desprenderse, una mitología inaceptable para el hombre de nuestro tiempo. Se aplaude la actividad de la Iglesia en toda una red de servicios que presta en la sociedad: ayudas al desarrollo, promoción de la justicia y la paz, atención a personas y grupos más desvalidos: niños, ancianos, enfermos. En España, este año 2005, el prestigioso premio Príncipe de Asturias se les ha concedido a las Hijas de la Caridad por toda la labor que desarrollan a los más desfavorecidos. Al lado de ellas hay muchos otros organismos que integran la Iglesia y que trabajan en tareas similares en muchos rincones de nuestro mundo. Pues bien, distintos pensadores invitan a la Iglesia a que continúe esta misión humanitaria y entierre de una vez toda esa extraña y frondosa mitología de su credo y sus doctrinas.

Nosotros nos negamos a considerar hojarasca lo que es el tronco y la raíz que sostienen y sustentan nuestro ser, nuestro vivir y nuestro obrar en todo orden. Nuestras creencias expresan, en pobres palabras, un misterio, no una mitología; ese misterio es lo más real, lo más verdadero, lo más bello; es lo absolutamente real, verdadero, bueno, bello. Es el misterio de Dios y de su amor. Es el misterio del Dios infinitamente santo, el Dios en quien vivimos, nos movemos, existimos. Si no estuviéramos sustentados por Él, no seríamos ni siquiera hojarasca. ¡Cuánto menos un pueblo que da sus frutos a su tiempo, como nos pedía la parábola de los viñadores proclamada el domingo pasado!

Pero, justamente por haber sido injertados en ese tronco y árbol de vida que es Dios y su amor, no debemos ser sarmientos estériles, o higueras frondosas pero sin frutos. Si hemos sido revestidos de Cristo, no podemos seguir con nuestros andrajos, como si no hubiera sucedido nada en la historia teologal del mundo ni en nuestra historia teologal personal. La invitación recibida nos apremia a ponernos nuestras mejores galas. Porque las tenemos. Confía, abre el cofre y lúcelas.

El jefe de la tribu invitó a los cabezas de familia a una gran fiesta. Les indicó que cada uno llevara una jarra de vino. A medida que llegaban, vertían el contenido en un tonel. Después de los agasajos en medio de la vibrante música del tam-tam, comenzó la degustación. Cada cual se sirvió del tonel. No daban crédito a la lengua. Paladearon un segundo sorbo. Era la pura verdad: ¡estaban bebiendo agua! Todos los invitados habían hecho el mismo mezquino cálculo: llevaré una jarra de agua, y en medio de tanto vino, no se notará. No quisieron pagar el precio de una botella de vino... ¡y se les aguó la fiesta!