Domingo XXVIII del Tiempo Ordinario, Ciclo B

“Y se marchó pesaroso”

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

Elisama era un hombre afortunado. Gozaba de excelente reconocimiento en Jerusalén, su lugar habitual de residencia. La mansión en que vivía estaba situada en el barrio más lujoso de la ciudad, era muy amplia y revelaba el buen gusto de su propietario. A unos veinticinco o treinta kilómetros, en Jericó, poseía una finca de recreo con toda clase de árboles frutales, paseos sombreados y fuentes pródigas en agua fresca. Elisama tenía tres hijas que eran el encanto de sus ojos. El hijo, Elifeleth, era un joven formal, prometedor, un chico verdaderamente legal. Pero llevaba varios meses enfermo: una rara melancolía se había apoderado de él, los médicos consultados no acertaban con el remedio para aquel estado de postración. Ni la bonanza del clima, ni el cariño de las hermanas, ni la presencia del padre liberaban al joven de la negra pena que se le había inflitrado en la más profunda entraña.

Elifeleth era el joven del relato evangélico de hoy. No lo acabo de inventar. Leed Las figuras de la Pasión del Señor, una obra de Gabriel Miró, si queréis conocer más a fondo al personaje. Es el mancebo que, más tarde, huiría desnudo cuando prendieron a Jesús.

El escritor valenciano casi no hace otra cosa que desarrollar el apunte que nos ofrece el evangelista: “a estas palabras, él frunció el ceño y se marchó pesaroso, porque era muy rico”. Ahí estaba la raíz de aquella enfermedad crónica que padecía Elifeleth. Y es que “todo aquel que aspira por debajo de sus posibilidades, enferma”; o también: “todo aquel que aspira por debajo de su vocación, enferma”. No padece una indisposición corporal, los análisis clínicos no revelan ninguna quizá anomalía, la química orgánica funciona acaso a la perfección. Las condiciones exteriores y el ambiente familiar son del todo favorables. Pero se ha producido una quiebra interior, o se ha puesto al descubierto un desajuste íntimo, desconocido hasta el momento de la prueba y la opción. Aquel primer arranque que despierta el cariño de Jesús se trasforma en un inesperado viraje y la derrota de una retirada. Era un hombre que anhelaba heredar la vida eterna, o al menos es lo que creía. Y parece que no era persona de buen conformar; de ahí que Jesús le dijera, según la versión del episodio ofrecida por el evangelio de Mateo: “si quieres llegar hasta el fin...”. Pero advertimos que a la hora de la verdad aspiraba por debajo de sus posibilidades y de su vocación.

Recordamos unas palabras que Juan de la Cruz pone en boca del alma enamorada. Ojalá las hubiera dicho aquel joven: “toma mi cornadillo... Míos son los cielos y mía es la tierra. Mías son las gentes. Los justos son míos, y míos los pecadores. Los ángeles son míos, y la Madre de Dios y todas las cosas son mías. Y el mismo Dios es mío y para mí, porque Cristo es mío y todo para mí. Pues ¿qué pides y buscas, alma mía? Tuyo es todo esto, y todo es para ti.

No te pongas en menos ni repares en meajas que se caen de la mesa de tu padre. Sal fuera y gloríate en tu gloria. Escóndete en ella y goza, y alcanzarás las peticiones de tu corazón” (Dichos de luz y amor. Avisos y sentencias espirituales, 26).

            Nos vemos colocados ante una opción, como el joven, y tendremos que decir sí o decir no. Es verdad, ya lo hemos hecho: pero hay que reafirmar esta opción en cada nueva circunstancia y situación, en cada nueva experiencia de la vida, en cada prueba, dificultad y tentación. La opción positiva se lleva a cabo, como hemos visto, pasando por una renuncia. Escribe un teólogo: “cuando un hombre ha comprendido que el absoluto al que aspira como todo hombre no puede encontrarse sino a través de la muerte del individuo a sí mismo, cuando está dispuesto a la abnegación necesaria para abrirse a Dios, entonces la renuncia y la sumisión que impone el cristianismo le parecen una señal de su verdad. Él no querría saber nada de un Dios que no le presentara tales exigencias” (H. Bouillard).