Domingo XXVIII del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Gratitud

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

Desde pequeños, cuando recibíamos un regalo o una atención, se nos enseñó a decir: “¡gracias!”. Y cuando tardábamos algo en darlas, quizá hechizados por el presente que nos habían entregado, algún familiar nos recordaba: “¿Cómo se dice?”. En ese momento nos volvíamos a la persona que había tenido el detalle y le expresábamos nuestro reconocimiento con un torpe y algo retrasado “¡gracias!”. Y quizá diga el donante contestara: “a Dios sean dadas”.
Luego ha sido en la escuela de la Escritura donde hemos aprendido a mostrarnos agradecidos. Así, se nos hace una invitación al llegar al atrio del templo del Señor: “entrad por sus puertas dándole gracias, aclamando su nombre”. Sobre todo en tiempo pascual habremos cantado muchas veces: “este es el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo. Dad gracias al Señor, porque es bueno, porque es eterna su misericordia”. De la invitación pasamos también a la manifestación de nuestra gratitud: “Te doy gracias, Señor, de todo corazón, delante de los ángeles tañeré para ti”.
El pasado día 5 celebrábamos, al menos en el calendario europeo, las témporas de acción de gracias y petición. A lo largo del verano se ha hecho la recolección de las mieses, de muchas frutas y de la uva. Y este año, al menos en mi país, las lluvias han sido abundantes, y la tierra, generosa. Se ha vuelto a producir ese milagro de la fecundidad del suelo. Hemos podido ver cómo granaban el trigo, la cebada y otros cereales; cómo las brevas se volvían blandas y sabrosas; cómo las frutas alcanzaban su sazón; cómo gránulos de uvas se henchían hasta que los racimos casi se desgajaban por el peso y los pájaros se acercaban a picotearlos. Sin duda, todo ha requerido cuidados por parte de los campesinos y los viticultores. Pero, como nos recordaba el libro del Deuteronomio ese mismo día de témporas, el Señor, nuestro Dios, nos ha dado fuerza para que nos procuremos la prosperidad (Dt 8,18).
Lo que decimos de los bienes y trabajos con que conservamos la salud, lo podemos decir también de la medicina con que la recuperamos. Lo explica muy bien el libro del Eclesiástico, que presenta estos consejos: “Da al médico, por sus servicios, los honores que merece, que también a él lo creó el Señor. Pues del Altísimo viene la curación, como una dádiva que del rey se recibe... El Señor puso en la tierra medicinas, el varón prudente no las desdeña. ¿No fue el agua endulzada con un leño para que se conociera su virtud? Él mismo dio a los hombres la ciencia para que se gloriaran en sus maravillas. Con ellas cura él y quita el sufrimiento, con ellas el farmacéutico hace mixturas. Así nunca se acaban sus obras, y de él viene la paz sobre la faz de la tierra” (Eclo 38,1ss).
La gratitud puede y debe llegar a ser una clave del vivir. Porque, a poco que lo pensemos, descubrimos que hemos recibido muchos dones; que ha habido incontables presencias, en casa y fuera de casa, que nos han hecho la vida posible e incluso gozosa; que hemos recibido el regalo de unas amistades excelentes y de colaboradores atentos y eficaces; que acaso hasta nuestra misma enfermedad nos ha vuelto más conscientes de que somos frágiles y de que hemos de valorar esta vida y el tiempo como un don precioso de Dios, tan precioso como fugaz; que tal vez el paso por esa enfermedad nos ha hecho entrar más en nosotros mismos y cobrar algo más de hondura; que hemos sido perdonados, lo que es un regalo doble; que Dios nos ofrece día tras día, con la luz de la mañana y el crepúsculo de la tarde, ese Palabra que es lámpara para nuestros pasos, pan para que lo devoremos, como Jeremías, y nuestro corazón se alegre; que Jesucristo está con nosotros todos los días hasta el fin de nuestra historia y de la historia toda; que nosotros podemos ser, tras recibir tantas dádivas, fuente de don para otros, para que continúe esta cadena de gracias y de gratitud.

Celebremos hoy con gozo y reconocimiento la Eucaristía, que es la gran acción de gracias de la Iglesia. Y proclamemos con fuerza que hacer esto es “justo y necesario, es nuestro deber y salvación”. Sí, demos gracias al Señor, porque es bueno.