Domingo XXVII del Tiempo Ordinario, Ciclo B

Y serán los dos una sola carne

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

La homilía de hoy casi nos la dejó escrita Antonio Machado en una carta a don Miguel de Unamuno hace quizá 70 años. Decía así el poeta de las tierras de Castilla: “La muerte de mi mujer dejó mi espíritu desgarrado. Mi mujer era una criatura angelical segada por la muerte cruelmente. Yo tenía adoración por ella; pero por sobre el amor está la pie­dad. Yo hubiera preferido mil veces morirme a verla morir, hu­biera dado mil vidas por la suya. No creo que haya nada de ex­traordinario en ese sentimiento mío. Algo inmortal hay en noso­tros que quisiera morir con lo que muere. Tal vez por esto vi­niera Dios al mundo”.

Podemos recordar las palabras de otro escritor, que, hace unos años, en un programa de TV, dijo que el amor no existe, que lo único que existe es el ligue. Si esto fuera una verdad universalmente válida, y en los casos en que sea ver­dad, la historia que nos cuenta la primera lectura y las pa­labras de Jesús habría que borrarlas de la Escritura. El ligue es, por de­finición, efímero y tornadizo. Pero si el amor y la piedad son experien­cias, actitudes y caminos verdaderamente humanos, podemos subrayar, encua­drar en una cenefa y luego poner en un marco la historia del Génesis y las palabras del Evangelio. No es ninguna locura comprometerse para toda la vida, hasta que la muerte rompa ese nudo, esa alianza, con la per­sona por cuya vida se está dis­puesto a pagar como precio la propia vida, y mil vidas que uno tuviera. Una alianza es otra cosa que un li­gue. Y tenía razón Ma­chado cuando afirmaba que ese senti­miento suyo no había nada de extraordi­nario. Probablemente nosotros hemos escuchado de labios de personas cono­cidas palabras idénticas a las suyas.

El relato del Génesis nos invita a reflexionar sobre las dis­tintas formas de relación en la familia. Esos hijos, por los que se desvi­ven los padres, y que tantas ale­grías y trabajos pueden dar, son casi como huéspedes en casa. Han sido invitados previamente. Un día se les da la bienvenida, pero otro día harán las maletas. Su destino no es quedarse en la casa, aunque en estos tiempos, por distintas razones, prolonguen la estancia en el domicilio paterno. Y los padres habrán de vencer la tentación de retenerlos, de atar­los a su propio destino. Lo propio de los hijos es salir del seno materno y salir de la casa paterna. Hay que ir rompiendo cordones umbilicales, y el último se rompe cuando ellos fundan la propia familia, o se van a vivir solos. Pero no hay que ir rompiendo (devolvien­do) alianzas.

Decía Machado que hay en nosotros algo inmortal que quisiera morir con lo que muere y que tal vez por esto viniera Dios al mundo. No nos ha dicho cosa muy diferente la carta a los hebreos. Jesús, el Señor, entregó su vida por su Esposa, la Iglesia. Jesús quiso morir con nosotros y por nosotros: es el misterio del amor y de la piedad de Dios. Celebramos la Eucaristía porque no queremos olvidar este misterio y porque queremos (ma­ridos y mujeres deberíais querer) alimentar nuestra vocación al amor y a la piedad en esta mesa. Y que su cruz bendiga y haga fecundos todos los sufri­mientos y alegrías de los matrimonios.