Domingo XXVI del Tiempo Ordinario, Ciclo B

No es de los nuestros

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

Hasta hace dos semanas, he vivido en una población durante 34 años. Su crecimiento demográfico ha sido notable desde los años sesenta. Dicen que cuando tocan las campanas a muerto, la gente pregunta: “¿Quién se ha muerto?”. La respuesta, si se conoce, es sencilla: se dice el nombre del difunto, o bien se dice: “uno de fuera”. Quizá esa persona de fuera llevaba ya 30 años en el pueblo, quizá estaba bastante integrada, pero no era un natural, un vecino de toda la vida; era, en suma, un forastero, acaso sólo un advenedizo.

Llevamos dentro, con fundamento mayor o menor, unas tablas de clasificación: de dentro – de fuera; de casa – forastero; nosotros – ellos; de los nuestros – extraño. Y ante los extraños se adopta la distancia, y quizá también la desconfianza; en particular, se crean fácilmente barreras étnicas y guetos. A los que no eran de nuestra cultura los llamábamos bárbaros; y ellos nos obsequiaban con el mismo epíteto. Esto es muy viejo: un estudioso de otras culturas señala que la mayoría de los pueblos que llamamos primitivos se denominan a sí mismos con un nombre que significa “los verdaderos”, “los buenos”, “los excelentes” o, simplemente, “los hombres”, y que aplican a los demás calificativos que les niegan la condición humana, como “monos de tierra” o “huevos de piojo”.

Si no estamos muy sobre aviso, trasponemos sin más este esquema a la vida de la Iglesia y a las fronteras que separan a nuestras comunidades de otros grupos. El Vaticano II nos enseñó, en cambio, a ver las múltiples relaciones que se dan entre la Iglesia católica y las otras Iglesias y comunidades eclesiales, así como entre la Iglesia y los miembros de otras tradiciones religiosas. Preservar una clara identidad no implica condenar a todos los demás a las tinieblas exteriores. ¿Qué sabemos de la relación con Dios y con Jesucristo de personas que no pertenecen a nuestras comunidades porque no confiesan nuestra fe ni practican nuestros sacramentos? Jesús nos invita a la amplitud de espíritu y apunta la relación que puede darse entre gentes “de fuera” y su propia persona. Parece, pues, movernos a no participar en una doble ceremonia: la de la confusión, que borra no sólo toda distancia sino incluso toda distinción, y la de la exclusión, que levanta más barreras de las necesarias.

El pasaje del Libro de los Números nos ofrece una enseñanza afín a la de Jesús, y que también tiene una neta traducción eclesial. En el pueblo de Dios, aunque haya cometidos diferentes, no hay monopolios. Nadie tiene la exclusiva del Espíritu, ni la exclusiva de la recta comprensión del evangelio, ni la exclusiva del anuncio del evangelio. Somos un pueblo de profetas. Hemos visto cómo Moisés se alegra de que el Espíritu de Dios pueda hablar a través de los setenta y dos ancianos, y hemos visto a Jesús desaprobando el exclusivismo de los discípulos. Podemos añadir que Dios puede hacer brotar una corriente nueva de vida incluso a través de los pequeños. Pensad en Lourdes. Una niña casi analfabeta fue quien puso los cimientos de lo que ahora es uno de los lugares más señalados de la geografía espiritual de Europa; y algo semejante sucedió en Fátima. San Benito decía también que el Espíritu puede hablar a través del más joven de los monjes. Y quizá alguno de vosotros deba confesar que ha aprendido de sus hijos pequeños. El Espíritu de Dios está presente también en ellos y a veces se expresa por su medio de una forma sorprendente, que llega al corazón más que las palabras del cura de turno que nos habla en la homilía o en el confesonario. Y a la inversa: los primeros responsables de la educación en la fe de los niños son los padres. Desde enseñarles a hacer la señal de la cruz, hasta rezar el Padrenuestro y a perdonar y compartir. No dejemos que se nos herrumbren esas riquezas que llevamos dentro como hijos de Dios.

En resumen: Dios no quiere que los dones de su Espíritu estén concentrados en sólo dos manos, o en unas pocas manos. Hemos de sentir el legítimo orgullo de que Dios reparte sus dones a manos llenas, a voleo, por todo el inmenso campo de su Iglesia, y no sólo a cuatro privilegiados.