Domingo XXVI del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Cuerpo, vestido, comida

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

En esta parábola nos encontramos ante un motivo recurrente en el tercer evangelio. Sí, hallamos muchos armónicos de esta parábola en el escrito de Lucas. Así, en el cántico de María, ya en el capítulo primero del evangelio, proclama la madre de Jesús: «A los hambrientos los colma de bienes y a los ricos despide vacíos». Más adelante, en el capítulo sexto, al formular las bienaventuranzas y malaventuranzas, dirá el propio Jesús: «Dichosos los que ahora tenéis hambre, porque Dios os saciará...; ¡ay de los que ahora estáis satisfechos, porque tendréis hambre!». En el capítulo 19 se narra la historia de Zaqueo, que, a diferencia del rico del evangelio de hoy, se compromete a dar la mitad de sus bienes a los pobres.


De este rico (cuyo nombre, significativamente, se desconoce) nos dice la parábola que se vestía de púrpura y de lino y que todos los días banqueteaba espléndidamente. Se daba la gran vida. Vestía en los mejores modistos (quizá modistos extranjeros, como un Giorgio Armanni, o un Yves Saint-Laurent) y acudía a los más refinados restaurantes. Acaso nos pueda parecer la suya una situación envidiable. Sin embargo, este hombre que se daba la gran vida en realidad estaba malogrando su vida. No sabía, o no quería saber, lo que Jesús había enseñado en otro lugar: que la vida vale más que el alimento y que el cuerpo vale más que el vestido. Y él había reducido prácticamente su vida a los placeres del buen yantar y el cuerpo a una especie de maniquí o percha para lucir una elegante indumentaria. Claro que necesitamos alimentarnos y vestirnos. No hay nada que objetar a esto. Pero si ciframos nuestra vida en comer y beber como sibaritas y la misión de nuestro cuerpo en vestirnos lujosamente, estamos desperdiciando la vida y estamos devaluando el cuerpo. Y es que la vida humana no puede quedar confinada en los estrechos límites del comer, a pesar de que se trata de una necesidad primaria. Vivir es vivir para más que nosotros mismos. El verdadero vivir ha de ejercitarse en otras esferas superiores a la del mero consumir, como es la esfera de los valores morales y la de las relaciones religiosas. Jesús mismo había respondido al tentador en el desierto: «No sólo de pan vive el hombre...» (Lc 4,4; Mt 4,4). La vida auténtica es comunión, estar abiertos a los demás, darles acogida, darles hospedaje. Y el sentido del cuerpo, que necesita vestirse, no puede agotarse en el mero arte o encanto de lucir el tipo. Por el cuerpo nos hacemos presentes en el mundo; él nos permite abrirnos al encuentro con los demás y compartir con ellos. En efecto, el cuerpo es el mediador de nuestras relaciones con el mundo a través del trabajo o de la contemplación, y es el mediador de nuestras relaciones con las demás personas. Pensemos en las manos y el brazo: no se tienen simplemente para llevar anillos, pulseras y brazaletes; los tenemos para el trabajo (ponerse manos a la obra), para la ayuda (echar una mano), para el saludo (tender la mano), para el abrazo (estrechar entre los brazos).
Podemos incluso suponer que aquel rico vivía en buenas relaciones con sus hermanos. Pero eso es insuficiente, porque es vivir en un círculo cerrado. También, al menos a primera vista, podemos decir que aquel hombre no le había hecho ningún mal a Lázaro, el pobre, ni había cometido ninguna injusticia directa contra él. (Al menos no se nos dice explícitamente en el relato.) Pero eso no le exime de responsabilidad. Lo que le condena es su indiferencia ante ese prójimo concreto. Él permanece confinado en su egoísmo y su vida se muestra insolidaria. No sabe de comunión, ni de entrar en relación con el necesitado que no tiene qué comer y con qué vestirse, está sordo al clamor que sale de la persona entera del hombre tendido a su puerta. No se vale de su cuerpo para el don, para el encuentro, para la ayuda. No tiene entrañas de misericordia. El foso o abismo del que le habla Abrahán lo ha ido excavando él mismo con su forma de vida. El que se aísla de su hermano que pasa necesidad se separa de Dios mismo y, por tanto, de su dicha definitiva.

De la parábola de hoy podemos hacer una doble lectura: a escala personal y a escala mucho más amplia, nacional o continental. A escala personal cada uno hemos de concretar los gestos de solidaridad y comunión que estamos llamados a hacer; a escala nacional, vemos cuánto hay que seguir trabajando a favor de los que en nuestra misma sociedad española viven por debajo de la línea de pobreza; a escala continental, pensemos en la dramática situación de los hombres y mujeres de los países del llamado Tercer Mundo, por más que empleemos la expresión eufemística de países en vías de desarrollo.