Domingo XXV del Tiempo Ordinario, Ciclo B

Las miradas de Jesús

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

De Jesús podemos decir, sin temor a equivocarnos, al menos esto: que no iba por la vida a ciegas. En la liturgia de la Palabra de hoy descubrimos cómo era su “mirada”.

Le vemos dirigir la vista adelante, hacia su propio futuro. No se tapa los ojos ante el destino que lo aguarda y el camino que tiene que recorrer. No ve ese futuro e forma borrosa e indefinida (al fin y al cabo, todos sabemos que tenemos que morir); lo ve como algo preciso, con su tiempo y circunstancias. Sabe que va a ser entregado en manos de los hombres y que lo matarán. La suya es una muerte planificada por sus adversarios, que la llevan a cabo premeditadamente; él no muere de viejo ni muere por accidente: muere ejecutado en la cruz. Lo que la palabra evangélica no nos descubre a las claras, de momento, es su actitud interior ante tal destino. Pero de forma implícita se nos indica que es una actitud de aceptación y de esperanza. Basta que nos fijemos en que Jesús anuncia también que, después de muerto, resucitará. Su suerte está, en primera instancia, en manos de los hombres; pero en última instancia está en las manos de Dios. Y ahí puede encontrar descanso el corazón de Jesús.

Ese puede ser también el motivo de que la conciencia de su final humanamente trágico no lo paralice en ningún instante. Continuará con su ministerio, aun a sabiendas de que es precisamente éste el que va a provocar en sus adversarios el propósito de acabar con él. Pero Jesús ejerce su ministerio no por simple afición, no por temperamento, no por afán de popularidad, sino porque se siente llamado muy desde dentro a realizarlo: por obediencia a la voluntad de su Padre. Así será para Él algo irrenunciable, aunque tenga que pagar un precio muy caro.

Vemos, pues, a Jesús dirigir una mirada adelante. Y lo vemos dirigir una mirada al fondo: «el que acoge a un niño acoge a Dios». Dios está especialmente presente en ellos. Sin duda, Dios está en todas partes. Eso es lo que le hacía decir a san Juan Crisóstomo: «No le tengo miedo al destierro, porque Dios está en todos los rincones del mundo». Parece, sin embargo, como si Dios tuviera unos lugares privilegiados de presencia. Está presente en nuestro interior, verdad que santa Teresa de Jesús expresaba poniendo estas palabras en labios del Señor: «Buscarte has en mí; buscarme has en ti». El Señor se encuentra también particularmente en la Palabra que escuchamos cada fin de semana; y el Señor está asimismo en el sacramento. Pero se halla además de forma privilegiada en los pequeños. Hemos de tener en cuenta que el niño en la sociedad judía no era un ser adorable, ni el rey de la casa, ni simplemente –como es no pocas veces– un revoltoso, un verdadero trasto. El niño representaba a los que no cuentan. Jesús nos dice: si quieres ser algo, si quieres ser alguien, acoge a los que no cuentan, sé servidor de todos, y en particular de esos sencillos, de los que ciertas sociedades califican de excedente humano. En su mirada y en su presencia desvalida se revela y llama a tu conciencia nada menos que Dios mismo.

Cuando uno busca el primer puesto, necesariamente trata de dejar atrás o de desplazar a los otros, a los que ve como competidores. Jesús no nos habla de desplazar a los competidores, sino de acoger y aupar a los más pequeños. Ellos –quizá por su mismo desvalimiento– ocupan un lugar especial en el corazón del Padre. Podemos preguntarnos: “¿Cómo acogeríamos a Dios si supiéramos que llama a nuestra puerta?” Y cabe añadir –debemos añadir– una segunda pregunta: “¿Cómo acogemos a las personas que pertenecen al mundo de los que no cuentan: las clases pasivas, a los necesitados, a los que sufren?