Domingo XXXIII del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Cómo afrontar los tiempos difíciles

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

Quizá hace ya algún tiempo que hemos comenzado la cuenta atrás. Me refiero al año litúrgico que venimos celebrando, del que sólo queda este domingo y el siguiente, que es el domingo de Cristo Rey, Cristo Señor de la historia. Precisamente la circunstancia de que sólo quedan dos semanas de este año litúrgico es lo que explica que en este domingo se dirija ya una mirada a la historia humana, y más precisamente al tiempo final. Actualmente nos lo preguntamos todo: ¿Se acabará la historia de los hombres en la tierra? ¿Qué perfil o qué signo tendrán esos tiempos últimos? ¿Habrá una catástrofe final? ¿Qué sucederá con tanta belleza como se ha creado a lo largo del tiempo? ¿Podemos barruntar de algún modo lo que sucederá al término de la historia?

En la época de Jesús eran éstas unas cuestiones acuciantes. Se veía el final como un tiempo especialmente dramático, como hemos podido oír en el pasaje evangélico de hoy. Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que periódicamente toca vivir en circunstancias críticas, en momentos particularmente difíciles. Nuestra época puede ser muy bien uno de esos tiempos. Y el mensaje del evangelio de hoy proyecta cierta luz sobre esta situación en que vivimos. Jesús decía que en los tiempos recios hay una gran confusión. Gentes que se dicen iluminadas y que ostentan credenciales de salvadores nos llegan de todas partes. Vienen ofertas de todas las esquinas. En este río revuelto del fin del milenio aparecen, como hongos, mesías, gurus, maestros de sabiduría. Y no todo es, ni mucho menos, de recibo. Hace pocos años decía la prensa que, en España, unas 100.000 personas se hallaban atrapadas en las redes de sectas destructivas que lavan el cerebro, vacían por completo los bolsillos y esclavizan a las personas. Parece que las viejas certezas se cuartean y nos invade la incertidumbre. La gente se deja arrastrar por ese nuevo tropel de maestros. La descripción del evangelio proclamado es, pues, válida para la situación que estamos viviendo.

Hay un segundo rasgo que, según Jesús, caracteriza a los tiempos de crisis: cada cual trata de salvar el propio pellejo y es capaz de vender al mejor amigo y hasta a su mismo padre. Esto ya lo han vivido otras generaciones cristianas, desde las primeras.

La pregunta que hay que plantearse es ésta: ¿qué hacer en semejantes situaciones? ¿Cómo afrontar los tiempos de especial dificultad? Hoy, en la palabra escuchada, recibimos algunos avisos importantes. Primero, no nos dejemos seducir por esos mesías, salvadores o maestros que vienen cargados de promesas que acaso nos deslumbren. Vivamos en fidelidad al Señor y a su evangelio. Porque este evangelio es eterno. Ha irradiado su luz sobre muchas generaciones, que han conocido dificultades quizá mayores que las nuestras; ha alentado a los creyentes en momentos de persecución y de riesgo vital decisivo; ha forjado millones de espíritus con su mensaje nuevo sobre Dios y su señorío y con sus exigencias, a veces radicales; ha levantado el ánimo y devuelto el coraje con sus promesas de vida. Su luz es inextinguible, más duradera que la del sol. Cielo y tierra pasarán, pero las palabras de Jesús no pasarán. Él continúa siendo nuestro único maestro de vida, y el único salvador. Pero dejemos que su evangelio nos ilumine de verdad, por la atención, el respeto y la acogida que le dispensamos, aunque pueda tener pasajes que son oscuros y cuya cáscara no logramos romper. Es un evangelio siempre antiguo y siempre nuevo. Él nos da "una razón de vivir, una razón de trabajar, una razón de sufrir e incluso una razón de morir".

El segundo consejo nos viene de la pluma del apóstol Pablo, que tuvo que oponerse a los alarmistas de la comunidad de Tesalónica en aquellos comienzos de la Iglesia. Hemos de seguir entregados a las tareas y quehaceres de cada día; nos hemos de aplicar con responsabilidad a las faenas que a cada uno nos corresponden. Ese afán diario en que gastamos nuestras horas es también un afán en el que se va fraguando nuestra personalidad. En él vivimos la llamada permanente al amor, a la entrega, a cargar con nuestro propio fardo, a afrontar los combates de cada día, a no abandonarnos, a no ser un peso difícil de soportar para los que conviven con nosotros. Y ahí encontramos también nuestra alegría, desplegamos nuestras capacidades, ejercitamos nuestros dones. Y, a no dudarlo, es la mejor manera de prepararse en los tiempos normales para afrontar los tiempos duros.