Domingo XXXIV del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Solemnidad de Cristo Rey del Universo

Conmigo lo hicisteis

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

¿Se puede amar a alguien sin haberlo visto en la vida? Sí: a Jesucristo. Lo decía el autor de la primera carta de Pedro: "no habéis visto a Cristo y lo amáis, no lo veis y creéis en él con un gozo transfigurado". Pero esto significa que aquellos cristianos habían oído hablar de él, conocían la vida y la muerte de Jesús, se adherían al mensaje que presentaba a Jesús como Señor y Salvador, por cuya sangre se les habían otorgado los dones del perdón, la comunión con Dios y la nueva vida de hijos de Dios Padre. Nuestra pregunta, por tanto, tiene que ser más radical: ¿se puede amar a alguien sin haberlo visto en la vida, sin haber oído nunca ni siquiera su nombre, sin haber recibido noticia de él? De nuevo, sí: se puede amar a Jesucristo sin haber tenido la menor información sobre su persona.

En el juicio de las naciones que se ha proclamado en el evangelio se está refiriendo Jesús precisamente a todos los que nunca han visto al Hijo del hombre ni han oído ningún anuncio sobre él. Pero ¿cómo pueden amarlo sin conocerlo? Es que, aunque ni siquiera saben su nombre, sí que tienen cierto conocimiento de él. Porque él no está lejos de nadie. Y lo aman, porque lo han acogido dentro de sí cuando ha llamado, bajo cualesquiera "especies", a su puerta. Lo aman por poderes –podríamos decir–. En el servicio a esas personas reales y determinadas que pasan necesidad, que son sus hermanos pequeños, se les hace el encontradizo.

Esas personas que pasan necesidad no nos una nada opaca para quien las sirve. El amor hacia ellas no es un mero sentimiento; se traduce en actos concretos. Os habréis dado cuenta de que, en la parábola, Jesús no reprocha a los que están a la izquierda del rey que hayan cometido crímenes, injusticias flagrantes, abusos; no dice que hayan sido venales, corruptos, explotadores, rufianes. Sencillamente los acusa de haber sido indiferentes. "Obras son amores, y no buenas razones", "obras son amores, y no buenos sentimientos" que se quedan estériles cuando podían haber llevado a la acción.

Al atardecer de la vida nos examinarán en el amor. "Ser misericordioso o ser indiferente: ésa es la cuestión" –nos diría el viejo dramaturgo–. Para vivir no necesitamos muchos y complejísimos principios: nos basta con un pequeño puñado. Nos basta con tener como eje de la vida la misericordia, cumplir aquellas palabras que figuran al comienzo del primer gran discurso de Jesús: "dichosos los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia" que se confunden con las palabras del último gran discurso de Jesús que propone el evangelista Mateo: "venid, benditos de mi Padre, porque tuve hambre y me disteis de comer".

Con esa clave comprendemos el sentido de la vida y se nos abre el reino de Dios. Si, como recuerda Santiago, habrá un juicio sin misericordia para quien no practicó la misericordia, también es verdad que "la misericordia se ríe del juicio". Si es verdad que todas nuestras justicias están manchadas y que nunca tenemos derecho a presumir de nuestras obras, porque somos unos pobres siervos, también es verdad que la gracia de Dios no debe ser estéril en nosotros, pues así daríamos pie a que se blasfemara el nombre de Dios. Que no se diga que quienes nunca han oído hablar de Jesús lo han sabido acoger y amar, mientras que nosotros tenemos mucha erudición sobre él, pero permanecemos indiferentes ante la suerte de los que sufren y los desvalidos. Su señorío sobre nuestra vida consiste en que nos entregamos a las buenas obras que él determinó que practicáramos. Eso es conocerlo y reconocerlo de verdad como Señor.