Encuentro dominical con la Palabra

Fiesta del Bautismo del Señor, Ciclo B

Llegó a que Juan lo bautizara en el Jordán 

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

El año 49 antes de Cristo, Julio César gobernaba una región de las Galias, la Galia cisalpina, que en ese momento era provincia romana. Por los motivos que fueran, decidió cruzar la frontera de la provincia con un ejército armado, a sabiendas de que cometía un delito de alta traición. Un río, el Rubicón, hacía de límite natural. César lo atravesó y se dirigió a la conquista de Roma. Como ha sucedido con otros acontecimientos, este paso que dio César se ha hecho proverbial. Hoy, cuando se toma una decisión arriesgada y que no admite vuelta atrás, hablamos de pasar el Rubicón.

Retrocedamos más de mil cien años. Los israelitas salidos de Egipto se encontraban ante otro río: el Jordán. Moisés había muerto, y quedaba al frente del pueblo su lugarteniente Josué. Refiere el libro que lleva su nombre que el pueblo cruzó con toda solemnidad el río, y que luego fueron circuncidados los que habían nacido durante la travesía del desierto. Al término de un breve descanso del pueblo en el campamento, el Señor dijo a Josué: “Hoy os he quitado de encima el oprobio de Egipto”. Entraban así en la tierra prometida para vivir como un pueblo libre consagrado a su Dios y destinado a ser luz de las naciones.

De golpe, nos trasladamos al año 28 después del nacimiento de Jesús. Otro hombre, Juan el Bautista, actúa a orillas del mismo río. Pretende que el pueblo vuelva a pasar el Jordán, porque no ha sido fiel al encargo que había recibido y al compromiso que había suscrito. Hay que empezar de nuevo, volver al desierto, ponerse en la antigua situación de frontera previa a la entrada en la tierra, sumergirse en el agua del Jordán como en tiempos de Josué, entrar en un proceso de conversión. Juan declara que sólo un nuevo comienzo radical puede salvar todavía al pueblo de Dios.

Y ahí aparece Jesús. Entra en la fila o el grupo de los que se adentran en el río, como uno más. Para él, como para César, éste es también un paso decisivo, del que no hay vuelta atrás posible. No sabemos si lo vive con estremecimiento interior, pero podemos pensar que sí, y que también lo vive con anhelo. El rito a que se somete parte su vida en dos: antes del bautismo, después del bautismo. Sobre la vida anterior, sobre lo que bullía en el interior de Jesús, sobre los procesos de fermentación en su espíritu no sabemos prácticamente nada; pero a partir de este momento podremos seguir sus pasos. Ahora, en este momento del bautismo, podemos pensar que se dice a sí mismo: “final quieren las cosas, y hoy se cierra una etapa de mi vida”. Y que añade: “principio quieren las cosas”. El bautismo es la bisagra que une ambas fases. Será un comienzo para él, y un nuevo comienzo para el pueblo de Dios. Jesús no dirá como César: “la suerte está echada”; sus palabras son otras, aunque no aparecen en este relato de san Marcos: “debemos hacer lo que Dios quiere”. Jesús no es como un barco que fluctúa y se mece entre las olas, no se atasca en la irresolución; pero lo que él decide es sencillamente consentir a lo que Dios quiere de él. Cumplir el querer de Dios: esa será la consigna de su vida, de su ministerio, de su muerte.

En esta fiesta hay varios empalmes con la Navidad. Primero, porque el bautismo es como un nacimiento, un nuevo momento crítico en la vida. Jesús sale de la vida oculta como el niño del claustro materno. Aparece lanzado al ruedo, expuesto a las inclemencias de una existencia profética.

Además, la Navidad, es la fiesta de la luz. Lo habréis podido comprobar en las felicitaciones escritas y recibidas de este tiempo. Muchas reproducen cuadros del nacimiento de Jesús. Abundan las telas en que aparece el niño, no sólo en el centro de la escena, sino también emanando de su cuerpo una luz que ilumina toda la escena, y especialmente los rostros de las personas que lo miran. Él, la Palabra, es la luz verdadera que ilumina a todo hombre. Es la luz de las naciones. Ya por el mero hecho de nacer su presencia es una luz, y así la hemos celebrado estos días. Y como luz aparecerá en todo su ministerio: luz con su palabra, luz con sus acciones proféticas, luz con su curación de los ciegos y los demás signos, luz con su manifestación toda.

En fin, en la Navidad hemos recordado una y otra vez que el Hijo de Dios se hizo hombre para que nosotros llegáramos a ser hijos de Dios. Es en el bautismo de Jesús donde comienza a hacérsenos esa manifestación por medio de la voz celeste que revela: “Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco”.A nosotros se nos otorga esta condición de hijos de Dios e hijos de la luz en nuestro propio bautismo. Gracias a él hemos entrado en la luz admirable de Jesús. Como María y José, como los pastores, día tras día podemos, en la fe, contemplar ese rostro, dejarnos iluminar por él, encender nuestra luz en la suya y ser testigos suyos.

Jesús que se sumerge en el agua nos dice: “pasa el Rubicón, sal de tus indecisiones (y cada uno conocemos las nuestras)”; Jesús en su bautismo nos revela que somos hijos de Dios y nos mueve a buscar en todo lo que Dios quiere; Jesús que deja atrás su vida oculta nos insta: “sal del anonimato o de la clandestinidad, deja ciertas formas vergonzantes de fe y sé testigo de la luz, testigo de Dios”.