Conversión en familia

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

           

Pieter van der Meer de Walcheren (1880-1970) refleja su conversión en un diario que lleva por título Nostalgia de Dios. La búsqueda del misterio (Buenos Aires, Lohlé-Lumen, 1995). Vive un proceso jalonado por etapas que van desde una profesión del sinsentido final de todo, tan transida de congoja como de anhelante búsqueda, hasta una fe depurada. Pero en este proceso hay otras dos personas involucradas: Cristina, la esposa, que había abandonado la fe, y Pieterke, el hijo primogénito. No es, ni mucho menos, la primera vez que sucede: ya en el Nuevo Testamento se narran episodios en que toda una familia se adhiere a Jesús, o se bautiza.  

Pistas en tierra de tinieblas  

Pero sí es excepcional el testimonio que nos ha dejado este escritor. Podemos admirar en él la sintonía de dos personas, la sincronía de sus procesos y la influencia recíproca, todo ello bajo la acción de Dios, tan eficaz como furtiva. De Walcheren evoca un cúmulo de pistas que Dios va dejando en su caminar tanteante en medio de la noche y la duda: la personalidad y la obra de Léon Bloy; la belleza del arte cristiano; la espléndida unidad de la Iglesia de Roma; la lectura de la Biblia; un intenso sentido de la justicia; la llamada interior a mantenerse en todo momento alerta para una eventual venida del Espíritu; un viaje a Italia; la liturgia en la capilla parisiense de las benedictinas; la profunda conmoción ante la Pascua de Jesús, percibida como vía que conduce a Dios y despierta el deseo de creer. Otra señal es la profunda dicha del amor humano y el anhelo de lo eternamente increado que en él se barrunta. Seguimos sólo esta pista.

            La noche del 25 de marzo de 1908 reflexiona en voz alta ante su mujer: “Las tinieblas nos rodean por todas partes. ¿Qué debe significar el que tú y yo nos hayamos encontrado? ¿Fue nuestro encuentro casual? ¿Es esto posible? No, no es posible, Cristina”. Pero lo sacude un ramalazo nihilista: “Los hombres somos seres absurdos, nos rodea por todas partes la noche impenetrable, estamos en la tierra, vivos, por espacio de un momento, breve como el zig-zag de un relámpago, lloramos de nostalgia por la belleza, y de repente yacemos muertos, y ya no hay nada más, nada, nada, nada, nuestros ojos están cerrados para siempre... Cristina... Cristina”. Se vuelve hacia su mujer y percibe en ella una actitud desesperadamente triste. Ella solloza: “No puedo soportarlo, no puedo soportarlo. Lo has destruido todo. Pero no es posible, eso que dices no es verdad, no puede ser...” (pp. 46-49).

Un apunte del 2 de agosto se cierra así: “yo sigo viviendo, esperando, esperando con Cristina algo más hermoso aún que nuestro amor, algo que ha de eternizar nuestro amor” (p. 62). Durante el viaje a Italia, entre septiembre de 1908 y enero de 1909, que llena a Piet de entusiasmo por el arte religioso, Cristina intuye que esta gira ha de producir en ellos un profundo cambio. Y ambos se admiran ante el quieto gozo y la respetuosa timidez con que el pequeño Pieterke entra en las iglesias. El niño pregunta con voz queda por el significado de las imágenes y de la cruz omnipresente. Un día dice a su padre: “¿Por qué no nos arrodillamos nosotros? ¿Por qué no rezamos también?” (93).  

El que busca encuentra

La incertidumbre sigue agitándolos. El 10 de marzo de 1909 se representa a sí y a su mujer como dos niños extraviados. La duda lo atormenta de ordinario. Se siente desamparado ante la tempestad de unos pensamientos inexpresables. Y Cristina confiesa: “Conozco esas horribles horas de desesperación; en tales ocasiones quisiera rezar. Pero ¿a quién?” (122).

Las dificultades económicas y la oscuridad del porvenir gravitan pesadamente sobre él. Reconoce en una nota del 16 de agosto: “Si no tuviera a Cristina, si nuestro amor no iluminara nuestros días como la luz del sol ilumina una selva, si no conociera la alegría que me producen mi trabajo y la belleza, desesperaría de la vida” (137).  En octubre subraya una certeza: “Existe algo más allá del radio visual de mis ojos corporales. Lo siento, lo sé en algunos momentos muy profundos. Cristina experimenta lo mismo, aún con más intensidad” (147).

Este buscador impenitente frecuenta la liturgia de la capilla parisiense de las benedictinas. Mantiene contactos con Bloy, a quien ha visitado a finales de 1909. Lee la Biblia, libros de místicos y vidas de santos. Estas figuras son las que lo encandilan: los que escalan, los que perforan las profundidades, los nunca saciados, aquellos cuyo ser apunta con desmedida tensión hacia Dios. Cristina forma parte de ellas. Él percibe que la vida es un asunto muy oscuro, pero hermoso; que causa sufrimientos, pero “¡cómo nos retiene cuando se ama..., cuando se conoce el amor, el amor, Cristina, que es lo que da el más profundo barrunto de la eternidad!” (178).

Así transcurre el año 1910. En diciembre habla con un sacerdote y, a partir de ese momento, se abre a la oración y se entrega a Dios. Su mirada sobre la vida se modifica por completo una vez que su espíritu se refugia en el pensamiento de Dios. “Cuando hablo con Cristina, que vive el mismo milagro, acerca de Dios, acerca del don inefable que se nos otorga, cuando juntamente con nuestro hijo rezamos en común las oraciones de la mañana y de la noche, me siento vinculado con el gran poder que está fuera de nosotros, sollozamos de felicidad como niños que han vuelto a encontrar su hogar” (190). Pero otros días lo atenaza el sentimiento de que Dios es un sueño, las creencias cristianas, una inocentada, pura leyenda, y la Iglesia, un espacio inhóspito (191-192). Él rebate con firmeza, y su deseo de recibir el bautismo persiste poderoso.

Lo recibe, junto con su hijo, el 25 de febrero de 1911. El padrino será Bloy. A continuación se bendice el matrimonio de Pieter y Cristina. La noche de aquella jornada dirá ella: “¡Qué maravilla es el amor! Nos damos nuestro amor mutuamente con más generosidad, con más abundancia que nunca, damos nuestro amor a los que nos son queridos, a los amigos, a los difuntos, damos nuestro amor a los desconocidos que tienen necesidad de Jesús y no le conocen. Rodeamos de amor a los que sufren, a los pobres, a los vagabundos, a los que están abandonados de todos. Y cuanto más amor se da, tanto más inagotable se hace el tesoro de donde el amor se saca” (217).  A partir de ese acontecimiento, viven “en la profundidad cabe Dios”.  

La presencia de María  

María tiene una presencia discreta, pero muy real. No hay nada del fogonazo de Ratisbonne, ni se dan las breves aunque intensas oscilaciones emocionales con que Marie-Amélie recorre su camino. Podemos mostrar la escansión de esta presencia mariana en tres fases. En la inicial contemplan Piet y Cristina a María en las obras de arte. El primer episodio sucede en la trapa de West-Malle, tras el oficio de Completas. Escribe: «una voz entonó la “Salve Regina”; me estremecí, me embargó la emoción. El cántico asciende y desciende con ritmo grandioso y sin embargo sencillo; (...) la trascendentalidad de esta música admirable me llama la atención; no me acosa, no desgarra mi alma, no llena mi corazón de febril inquietud ni me angustia; los sonidos son como un vuelo de hermosos pájaros y no obstante vibra en ella una profunda melancolía y una nostalgia infinita, pese a lo cual produce efectos saludables, es como una presencia fuerte y suave, reverbera al inconfundible reflejo de la luz divina». (80).

Pero tras la aproximación estética se agazapa en ocasiones la sospecha de que toda esa belleza sea una quimera, un espejismo (87-88). En una segunda fase asoma la contemplación del testimonio evangélico sobre María: «Jesús es clavado en la cruz y como un trofeo irrisorio se le levanta entre tierra y cielo; dice todavía las Palabras de la Cruz, y su Madre Purísima llora amargamente» (170). La vía de la belleza deja así paso a la vía de la Palabra de Dios y de la historia evangélica en su estremecedora verdad, donde brilla una forma nueva e insospechada de belleza: la del amor de Dios manifestado en el rostro del Crucificado.

En la fase final el acercamiento a María se produce desde el amor, la fe incipiente y la oración: el sacerdote con que Piet se pone en contacto le indica que debe rezar el Padrenuestro y el Avemaría. Más adelante declara: «de día en día penetra más profundamente en mí el amor por Nuestra Señora, la Inmaculada Madre de Jesús... A veces comprendo el alcance de su dignidad»; y también: «pido a Nuestra Señora que me enseñe a orar, a Jesús que me enseñe a amar».