Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, Ciclo C

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

           

Otra gran fiesta. Unos versos de san Juan de la Cruz nos permiten empalmarla con la que celebramos el domingo pasado, la Trinidad. Escribe así el gran poeta místico, después de haber hablado de la “fonte escondida” que es el misterio de Dios en su vida trinitaria:

Aquesta eterna fonte está escondida

en este vivo pan por darnos vida,

aunque es de noche.

Aquí se está llamando a las criaturas,

y de esta agua se hartan, aunque a oscuras,

porque es de noche.

Aquesta viva fonte que deseo,

en este pan de vida yo la veo,

aunque es de noche.  

Del relato evangélico de hoy destacamos dos momentos. Uno, que la iniciativa es de Jesús. Por norma, no es él quien da el primer paso para realizar un signo o milagro. A veces incluso se resiste cuando se lo piden, como si tuvieran que arrancárselo. En el caso de la alimentación de la multitud sucede lo contrario. Nadie le fuerza, ni le pide siquiera. Él mismo se adelanta, él organiza la disposición de los comensales, él toma el pan y lo entrega a los discípulos para que lo distribuyan. No pronuncia ninguna palabra extraña, simplemente dice la plegaria judía de bendición. A Dios no le arrebatamos sus dones: es Él quien espontáneamente nos los quiere dar. Nuestra oración de súplica no tiene otra función que la de prepararnos para acoger los dones que Él se adelanta a ofrecernos, sobre todo el don que es Él mismo.

“Comieron todos y se saciaron”. Quizá no acertó el cura que, al comentar este pasaje, lo explicaba de forma muy simple: la gente no hizo otra cosa que compartir los bocadillos que todavía les quedaban. No es probable que los evangelistas lo pensaran así. Porque a la gente no se la invita a recostarse para tomar un bocadillo; y porque aquello no fue una magra solución de emergencia, para salir del apuro: fue un banquete en toda regla. Como que ni uno solo se quedó en ayunas ni insatisfecho. Todos, absolutamente todos, comieron y se saciaron. Hubo para dar y tomar. Sobró a cestos.

No les iba a dar Jesús un tentempié para que mataran el hambre y aguantaran el camino hasta sus hogares. Eso no casa con la esplendidez del Señor. Y es que la escasez y la penuria no pertenecen al mundo del Reino, no casan con el estilo de Dios. A nosotros quizá nos asustan las grandes cantidades; pero no al que cuenta el número de las estrellas, la menuda arena de las playas marinas, los centenares de miles de especies vivientes y su infinidad de individuos.

Lo que sucede ya en el orden natural, se realiza cumplidamente en el orden del Reino. Lo ilustra este relato de un festín abundante para un gentío enorme. Una de las leyes del Reino es justamente la “ley de la abundancia” (J. Ratzinger). Es la esplendidez de Dios, en cuya obra cantidad y calidad son directamente proporcionales. Y es la verdad más profunda de Dios, que se trasparenta en la historia de Jesús, cuyo condensado es la Eucaristía. Dios no nos da un espejismo de Dios: nos da su realidad; Dios no nos da un sucedáneo de Dios: se da Él mismo; Dios no nos da un diezmo de Dios: se da todo entero; Dios no nos da una migaja instantánea de Dios: es nuestro festín eterno.

¿Y el hambre del mundo? Quizá fue Gandhi el que dijo que en el mundo hay bienes de sobra para colmar nuestras necesidades, pero no para satisfacer nuestra codicia. El gesto de Jesús aquel atardecer deberá inspirar la práctica de quienes se sientan a su mesa.