Domingo III de Pascua, Ciclo C

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

“Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis pescado”. Es la indicación dada por Jesús a los siete pescadores que volvían de vacío, cansados y, probablemente, desalentados. Son cosas que pasan en la vida. No es para dar al traste con todo. Otro día será, u otra noche será. Vendrá ocasión en que habrá más fortuna.

De entrada, puede valer esa explicación. Pero no podemos quedarnos en ella. Hagamos memoria de las palabras del Maestro y Señor en el discurso de despedida: “sin mí no podéis hacer nada”. Ahora lo comprueban. Después de mucho faenar en balde, viene Él y les da de balde esa inmensa cantidad de peces. Se presenta como el patrón que sabe dar la orden precisa, que endereza el curso de las cosas y cambia el balance de resultados.

En todo lo que se refiere al Reino de Dios y a la misión, poco valen nuestras artes y destrezas. Hace un año escaso fue beatificado el P. Rubio, un jesuita que trabajó en Madrid en ambientes de pobreza. Dicen que no tenía particulares dotes de orador; más bien le sucedía lo contrario. Pero su palabra alcanzaba profundamente a los oyentes. Había en él algo más que esas artes.

Tenemos también el testimonio de un misionero. El P. Claret no iba a predicar a ningún lugar sino enviado por el Obispo. Tenía distintos motivos para obrar así. El esencial era éste, tal como lo refiere él mismo: “así me llevaba por la virtud de la santa obediencia, virtud que el Señor al momento premia. Así sabía que hacía la voluntad de Dios, que Él era quien me enviaba y no mi antojo, y además veía claramente la bendición de Dios por el fruto que se hacía” (Autobiografía, nº 194). Y poco más adelante comenta la pesca milagrosa narrada por Juan: “En esta segunda pesca se ve no sólo la necesidad de ser enviados, sino también cuándo han de predicar y en el lugar en que lo han de hacer y la rectitud de intención que han de tener para agarrar almas de grandes pecadores, porque el 100, el 50 y el 3 son números misteriosos. Esta necesidad de ser enviado y que el Prelado mismo me señalara el lugar, es lo que Dios me dio a conocer desde un principio y así es que aunque los pueblos a que me enviaba eran muy malos y estaban desmoralizados, siempre se hacía grande fruto, porque Dios me enviaba, los disponía y preparaba. Y así tengan entendido los misioneros que sin la obediencia no vayan a ninguna población, por buena que sea; pero con la obediencia no tengan reparo en ir a cualquier población, por mala que sea; y por dificultades que se presenten, por persecuciones que se levanten, no teman; Dios los ha enviado por la obediencia. Él cuidará” (Autobiografía, nn. 197-198).

Hay un segundo motivo en este evangelio. Recordemos primero las frases esenciales: “Al saltar a tierra, ven unas brasas con un pescado puesto encima y pan... Vamos, almorzad... Jesús se acerca, toma el pan y se lo da. Lo mismo el pescado”. Es la donación de Jesús. Este gesto de donación tan sencillo y delicado es un motivo que no aparece en las otras experiencias pascuales. Nos lleva a reparar en una verdad decisiva. Porque, probablemente caemos quizá más de una, de dos y de tres veces en la tentación de reducir nuestra vida a trabajar por el Señor, servir a su causa, ser jornaleros en su viña, movernos azacanados de acá para allá como si el porvenir de la fe y de la Iglesia dependiera de nosotros. Y no es eso. Podríamos evocar a Teresa de Jesús: “Si queréis que esté holgando, / quiero por amor holgar. / Si me mandáis trabajar, / morir quiero trabajando”. Necesitamos tiempo para holgar, para acoger la donación que él nos hace. Él aparece ahora como un anfitrión, como el amo de casa que se ciñe, les prepara las viandas a los criados y les sirve a la mesa. Y el caso es que, en cierto modo, ya se lo había dicho Jesús a los discípulos tras la expedición misionera a que los envió. No se tenían que alegrar tanto por haber expulsado demonios, sino porque sus nombres estaban escritos en el cielo (Lc 10,20). Algún día acabará toda esta brega, el intenso afán, las preocupaciones y desvelos. Lo inacabable será la donación del Señor a los suyos.