Domingo II de Navidad, Ciclo A

Hijos en el Hijo

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

Toda la tradición cristiana, al contemplar el misterio de la Navidad, ha contemplado ese maravilloso intercambio: «el Hijo de Dios se hizo hijo de María para que nosotros llegáramos a ser hijos de Dios». Él tomó nuestra condición humana, nuestra naturaleza humana, para que nosotros pudiéramos participar de su condición y naturaleza divina.

«El Hijo de Dios habitó entre nosotros». No como quien se da un paseo por nuestra tierra, acaso como estímulo para su curiosidad, pero en último término ajeno a nuestro vivir. Tomó nuestra condición. Trabajó con manos de hombre; pensó con inteligencia de hombre; quiso con voluntad de hombre; amó con corazón de hombre; gozó y pasó penalidades y sufrimientos con sensibilidad de hombre; murió una estremecedora muerte de hombre. Sí, también experimentó nuestro morir. El poeta Antonio Machado pensaba que Dios asumió nuestra condición para experimentar nuestro morir. Hablando de la muerte de su mujer escribía: «Yo hubiera preferido mil veces morirme a verla morir, hubiera dado mil vidas por la suya. No creo que haya nada de extraordinario en ese sentimiento mío. Algo inmortal hay en nosotros que quisiera morir con lo que muere. Tal vez por esto viniera Dios al mundo».

Se hermanó con nosotros. Conoció todo el espesor de la vida humana, con su luz y su oscuridad. De él podemos decir que es el «Dios-con-nosotros» con toda la fuerza de la expresión. Ha vivido nuestra vida, ha corrido sus riesgos, ha conocido sus noches.

Se hizo semejante a nosotros en todo, menos en una cosa: en el pecado, en la rebeldía contra Dios, en la indiferencia hacia Él, en la desobediencia a su querer. ¡Lo que salimos ganando nosotros con esta presencia y vida de la Palabra entre nosotros, con nosotros! Nos concedió el poder de ser hijos de Dios. Hoy se nos ha recordado y remachado este misterio de nuestra natividad divina, que es el regalo de su natividad humana: «Aacuantos le recibieron les da/dio poder para ser hijos de Dios. Los que creen en él no nacen de linaje humano, ni por impulso de la carne ni por deseo de varón, sino que nacen de Dios» (Jn 1). «Nos predestinó a ser hijos adoptivos suyos» (Ef 1).

Pero ¿qué quiere decir «ser hijos de Dios»? ¿Qué quiere decir «participar de la naturaleza divina del Hijo de Dios»? Tantas cosas... Pero singularmente esto: primero, participar en el conocimiento que Jesús, el Hijo de Dios, tiene de Dios y de las cosas; participar en el amor que Jesús tiene a Dios, afirmar a Dios en nosotros, y participar en su amor, en su poder afirmativo de las cosas. En cierto modo, ver con los ojos de Jesús y amar con el corazón de Jesús. Pensemos un instante en los santos. Han vivido su condición de hijos de una forma particularmente intensa y purificada. Así es como tenemos parte en la gracia y en la verdad del Hijo único.

Segundo, no habitar el mundo como huérfanos, vernos libres de un sentimiento de orfandad. Como hijos, tenemos un de-dónde y un adónde. Venimos de Dios y vamos a Él. Somos queridos personalmente por él, nuestra presencia en el mundo se debe a un designio personal suyo sobre cada uno de nosotros, no hemos aparecido en esta tierra por simple azar, ni como sembrados a voleo por no se sabe qué mano caprichosa. Cada uno de nosotros ha sido tejido por Dios en las entrañas de nuestra madre, cada uno vive bajo su cuidado: "él se preocupa de vosotros". Y lo mismo que tenemos un de-dónde, tenemos también un adónde: vamos a Dios, que por ser nuestro Padre es también nuestra patria, y por ser nuestra Madre nos enjugará las lágrimas de los ojos. En ese hogar ya no habrá luto, ni llanto, ni dolor. Él, nuestro Dios y nuestro Padre, lo será todo en todos. Lo mismo que el Hijo unigénito, también nosotros estaremos vueltos hacia el seno y el rostro de este Padre, en un movimiento continuo hacia Él.

Se comprende así que, cuando participamos en el conocimiento y el amor de Jesús, cuando no habitamos el mundo como huérfanos, cobra una calidad nueva el trabajo de las manos, el pensamiento de la inteligencia, el querer de la voluntad, el amor del corazón, la sensibilidad, la forma de afrontar la muerte. Conocer y amar a Dios da profundidad y anclaje a nuestra vida. Como hijos de Dios podemos decirle en nuestras desventuras: «recoge mis lágrimas en tu odre, no olvides mi vida errante».