Domingo I de Adviento, Ciclo A

Fundados en la esperanza

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

Hoy inauguramos un nuevo año en la liturgia. Son, así, distintos los calendarios que regulan nuestra vida: está el calendario civil, que comienza el año el 1 de enero; está el calendario del curso escolar, que en mi país comienza por septiembre u octubre, según los niveles de enseñanza. En septiembre comienza también el calendario político y, en cierto modo, el calendario laboral, pasadas las vacaciones de verano. Y ahora, a finales de noviembre, iniciamos este nuevo calendario litúrgico. El año litúrgico comprende también doce meses, pero no está dividido en cuatro estaciones, sino en tiempos de distinta duración. Es que en el año litúrgico no manda el clima, ni se divide según los solsticios y los equinoccios. En el año litúrgico cristiano manda la historia de las relaciones de Dios con nosotros; por tanto, manda la historia de Jesús. Su cumbre es la Pascua, el triduo que trascurre desde el viernes santo hasta el domingo de resurrección, y en ese triduo celebramos la salvación y la vida nueva que se nos ha dado en la muerte, sepultura y resurrección del Señor. Y otra gran cima es la Navidad, el tiempo en que conmemoramos el nacimiento del Señor. Finalmente, está, como coronación de la Pascua, la gran fiesta de Pentecostés, en que celebramos el don del Espíritu a la primera comunidad y, en ella, a la Iglesia de todos los siglos.

El año litúrgico, esa escuela de vida, comienza con el Adviento, tiempo marcado por la esperanza. No son pocas las tentaciones que sentimos contra ella en ciertos lugares. Señalamos algunos motivos que pueden inducirnos al desánimo en nuestra Iglesia: la disminución del clero, el desapego religioso de las generaciones jóvenes y las dificultades en la transmisión de la fe, quizá un nivel mediocre de nuestra vida cristiana. A todo ello se suman desengaños de la vida: fracasos en el trabajo, en la familia, en los empeños por una sociedad más justa y pacificada. Cuando de la contemplación de Cristo como Señor de la historia, misterio que celebrábamos el domingo pasado, volvemos la mirada a esta historia concreta, a sus heridas y sombras, nos puede tentar el desaliento. Pero el Señor nos dice: "¿no sabes que la esperanza es un desaliento superado, lo mismo que la alegría es una tristeza vencida, y el amor un desamor contrarrestado? Recuerda dos consignas muy antiguas, una de san Benito, que tenía por lema ‘ora y trabaja’, y la otra de san Agustín, que decía a cada fiel ‘canta y camina’. Así es como vivirás en Adviento".

Existe una segunda tentación. En tiempos de las primeras comunidades cristianas había una consigna más o menos extendida entre los romanos, que ha vuelto a surgir en nuestro tiempo. Un poeta la formulaba así: carpe diem: "disfruta del momento. El mañana es inseguro. Sácale al presente todo el jugo que puedas". En español lo decimos también en otros términos: "a vivir, que son dos días". Pero la llamada que hoy recibimos de la Palabra no concuerda con esas consignas. Se nos invita más bien a que seamos sobrios y llevemos una vida digna, para que la salvación de Dios (el don más grande que cabe esperar) no se aleje de nosotros. No sabemos cuándo se producirá la venida gloriosa del Señor. En el cristianismo primitivo se pensaba que tendría lugar de un momento a otro, y se trataba de descifrar los signos precursores. Pero es mejor dejar esos cálculos. Vivamos con fidelidad y con entrega nuestros quehaceres diarios, la misión de nuestra vida. Y tengamos un corazón vigilante. Que el Señor nos encuentre listos, sin temor, pacificados interiormente, expectantes incluso, cuando quiera venir. Le cantamos: "Ven, ven, Señor, no tardes; ven, ven, que te esperamos". Que ése sea el canto de nuestra alma.

Entretanto, en el camino de la vida contamos ya con su presencia y su acompañamiento misteriosos: en la Palabra, en los sacramentos, en la comunidad, en los pobres y dolientes. Esto no son fantasías: son la realización de una promesa que nos hizo. En efecto, el evangelio de Mateo, proclamado hoy y que se seguirá proclamando durante todo este ciclo, concluye con estas palabras del Señor resucitado: "Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo". Por tanto, al recorrer el camino de la vida, una vida que es Adviento, confiemos. No nos faltará el Señor ni nos faltará su Espíritu, ese don de la Pascua que es consuelo en el llanto, descanso de nuestro esfuerzo, tregua en el duro trabajo, gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos.