Cristo ha resucitado

Domingo de Pascua, Ciclo A

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

Entre los cristianos orientales el saludo común, durante el tiempo pascual, es toda una profesión de fe: “Cristo ha resucitado”. No se saludan con un “buenos días”, o “buenas tardes”, que expresa un deseo favorable para la persona a que saludamos; no un simple “hola”, llano, informal, expeditivo; ni con otra expresión de cortesía que podemos emplear en el encuentro con otras personas. Es un saludo solemne, del todo especial, que va de creyente a creyente. Tiene todo el sabor de un evangelio abreviado, toda la fragancia de un perfume que podemos llamar “esencia de Pascua”.

Es un saludo que desborda el momento y desborda a las personas que se encuentran y se cruzan esas palabras. Desborda a las personas: de golpe las pone en contacto con un tercero, que no está visible, pero sí presente: el Señor Jesús, resucitado de entre los muertos y vivo para siempre; las sitúa en un contexto mucho más amplio que los datos inmediatos de la vida diaria en que se mueven esas personas: nada menos que el contexto de toda la historia de la salvación, el contexto del misterio de gracia que sostiene nuestro vivir cotidiano, el contexto de la vida plena y cabal que se nos promete.

Y desborda el momento, el instante fugaz: es la buena nueva que resuena desde hace dos milenios, “es la noticia que llega / siempre y que nunca se gasta”. No nos aleja del instante presente, del aquí y ahora; lo asienta en un ahora que salva nuestro tiempo huidizo, que nos salva a nosotros, para que no nos desvanezcamos con el tiempo, antes pasemos del tiempo, ahora redimido, a la vida del mundo futuro.

“Cristo ha resucitado”: ahí, en esas tres palabras, se condensa todo el mensaje cristiano; a esas tres palabras ha de referirse toda la experiencia cristiana. Claro, estas palabras tienen unos antecedentes, y para entenderlas bien no hay que olvidarlos. Sí, el acontecimiento de la resurrección tiene otros que lo preceden; los hemos celebrado estos días: la sepultura, la muerte, la última cena celebrada con los discípulos; y así, remontándonos hacia atrás, llegaríamos paso a paso, o de un gran salto, hasta el misterio de la encarnación del Hijo de Dios en el seno de María, que la Iglesia conmemoró el 25 de marzo.

Y la resurrección del Señor tiene otros acontecimientos que la siguen: los encuentros del Señor resucitado con los discípulos, la experiencia de Pentecostés, el primer anuncio de Pedro, el bautismo de los que acogieron aquel mensaje, las primitivas comunidades cristianas, la difusión del evangelio y el crecimiento de la Iglesia. La resurrección del Señor, unida a su entrega en la cruz, es el misterio que hace de bisagra entre el antes y el después.

“Cristo ha resucitado”: noticia que nunca se gasta, realidad en que toda vivencia cristiana tiene cabida; también las experiencias de dificultad y sufrimiento, los momentos o tiempos que tienen cierto gusto a Viernes Santo. Repasemos alguna: si nos invade la tristeza, recordemos al que en Getsemaní sintió una tristeza mortal y pensemos que la nuestra tiene los días contados; si pesa en nosotros el abatimiento, dejemos resonar en nuestro ánimo la serena certeza de que el sepulcro de Cristo está vacío; si nos sentimos turbados, acudamos al que dijo a los discípulos “la paz os dejo, mi paz os doy”; si experimentamos la tentación, evoquemos al que en su Pascua ha vencido al mundo; si nos aflige el desaliento, digamos con María Magdalena: “Resucitó Cristo, mi esperanza”; si nuestra fe vacila, aprendamos a balbucear las palabras de Tomás: “Señor mío y Dios mío”; si se nos nubla el horizonte, pidamos que la luz pascual lo ilumine de nuevo.

¡Cristo ha resucitado! ¡Aleluya!