A quienes perdonéis los pecados, les son perdonados

Domingo de Pentecostés, Ciclo B

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

“A quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados”. Como un viento recio, estas palabras se llevan por delante toda una serie de ideas e imaginaciones que me había forjado. Porque yo pensaba que la efusión del Espíritu Santo significaba inundarme el corazón de consuelos, sumergirme en los ritmos alfa de la meditación trascendental, unificar mi mundo interior disperso, regalarme con experiencias cumbre, saberme habitado por una paz profunda, tener buenas vibraciones, sentirme infinitamente querido, convertirme en un ser humano perfecto; en resumen: engolfarme en una mística gratificante.

Y ¿qué te encuentras en este evangelio? Sí, un saludo de paz, que tendría sus buenos efectos, pero a continuación vienen esas extrañas palabras: “a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados”. Así que el Señor entrega el Espíritu a los discípulos para que comuniquen el perdón, para que nazca una Iglesia y nos incorporemos a ella como pueblo definitivo de Dios, para que pongamos al servicio de los demás los dones que hemos recibido, para ser esforzados alguaciles del evangelio en la casa cercana y las barriadas perdidas, en los espacios de trabajo y de descanso, allí donde mujeres y hombres se afanan, viven y mueren.

Hay cierta distancia entre aquellas imaginaciones mías y la palabra del evangelio. Jesús entrega el Espíritu para algo diferente de esa mística gratificante en que yo había pensado. El don del Espíritu te lanza fuera de tí, a un mundo roto, a personas y grupos humanos separados de Dios, más o menos escindidos por dentro, enfrentados además entre sí e incapaces de entenderse porque manejan “lenguas distintas”, es decir, tienen formas de pensar contrapuestas, están habitados por amores antagónicos y por odios recíprocos.

Y en ese momento descubres que la paz que trae el Resucitado y la misión que encomienda son las dos caras de una misma moneda, o la misma cara: es el don de la reconciliación, de una comunión nueva con Él, el Señor viviente, y de una comunión nueva con Dios que lleva a curar heridas abiertas que no cicatrizaban, o heridas que se han cerrado en falso. Es verdad: la paz de Cristo no nos deja envueltos en la propia burbuja; nos proyecta más allá de nosotros, allende nuestros pequeños paraísos más o menos artificiales. La paz que da el Señor no es como la que da “el mundo”; va acompañada de luchas, de empeños, de dificultad y tribulación. Pero lleva dentro, bajo esa dura cáscara, una generosa promesa: porque quien conoce el “agobio” de soportar los pesos de los hermanos sentirá el alivio que da el Espíritu; quien conoce la lucha por el evangelio recibirá la paz de ese Espíritu; quien pasa por las pruebas se verá confortado por el mismo Espíritu; quien experimenta dificultades experimentará también los consuelos que el Espíritu regala; quien conoce los apuros del vivir según el evangelio sentirá luego ensanchado el corazón por el Espíritu.

La misión que nos toca realizar no es obra nuestra, sino obra del Espíritu. No es nuestra, porque no nace de nuestra iniciativa, y, además, desborda por completo nuestras capacidades. Pero esto es también una bendición. Si sabemos que la obra es de Dios y de su Espíritu y que este Espíritu está todos los días a pie de obra, nuestro hombre interior afrontará las cosas con otro ánimo: se verá liberado de la tentación de titanismo, del sentimiento aplastante de ser el único responsable de algo que lo excede sin medida, del agarrotamiento y la parálisis ante una misión tan desproporcionada respecto a los medios de que dispone, de los agobios a la hora de ejecutar un encargo de tales dimensiones.

Sin duda, la mística del Espíritu se realiza en algo más que unos paréntesis placenteros en medio de una vida azotada, herida por golpes de todo tipo y replegada sobre sí ante la conciencia de la propia fragilidad y el sinsabor de los fracasos. La mística del Espíritu nos mueve, como a Jesús, al desierto de la tentación, del discernimiento y de las opciones para llevar adecuadamente a cabo nuestra misión; la mística del Espíritu nos lleva a poner signos de la vida nueva que trae el Resucitado allí donde hay demasiadas sombras de muerte: en los mundos de la enfermedad, la desgracia y la mala tristeza, en los “barrios calientes y conflictivos”, en las regiones de conflicto y de guerra, en los lugares de la explotación y el abuso sobre los más débiles, en los espacios en que se difunden la mentira y la propaganda falaz. La mística del Espíritu nos mueve al empeño tenaz, pero nos libra de la impaciencia de los revolucionarios y de sus métodos violentos, nos cura de la irritación de quien comprueba que la realidad no se pliega dócilmente y sin resistencias a sus órdenes y deseos, nos salva de la amargura de los ilusos cuando caen del guindo y se dan de bruces con el poder que todavía ejerce el mal; pero también nos libera del realismo chato, cómodo o desengañado de los que dicen que hay que dejar las cosas como están, porque todo afán de mejora es “predicar en desierto y majar en hierro frío”(El Quijote).