La Ascensión del Señor, Ciclo B

Voy al Padre

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

Hace unas dos semanas se publicó un libro que lleva este título: “Dejadme ir al Padre”. Reproduce una frase pronunciada por Juan Pablo II poco antes de fallecer, quizá la víspera de su muerte. Era una especie de indicación de que no lo retuvieran más tiempo. No tenía sentido intentar prolongar unas horas o unos días más su vida. Era también expresión de un camino interior que estaba haciendo: los últimos pasos hacia el encuentro con el Dios vivo.

Las palabras de Juan Pablo II son un eco de las de Jesús en su discurso de despedida: “Salí del Padre y vine al mundo; ahora dejo el mundo y voy al Padre”. Con ellas nos revelaba que tenía un adónde. Su adónde no era la muerte sin más; la muerte no era el término, la estación final, era más bien el punto decisivo de un tránsito. Sí, la hora de la muerte era la hora del tránsito hacia su término definitivo: la casa del Padre, el mismo Padre. El Padre era el adónde de su camino en el tiempo; como también es su adónde eterno: el Verbo, que vive en el Padre, está de forma permanente vuelto hacia él, como dirigiéndose a él”.

“Salí del Padre y vine al mundo; ahora dejo el mundo y voy al Padre”. Quien pronuncia estas palabras no es un solitario que sale una tarde de paseo, viene a darse una vuelta por esta tierra y luego regresa, también solitario, al punto de origen. Su presencia entre nosotros no es la del que rehúye el trato con los demás, esquiva todo encuentro y, al marcharse, se sacude por fuera hasta el polvo de los pies y por dentro hasta la más leve y menuda huella de recuerdos, no digamos ya de amores.

Todo lo contrario. Basta evocar esta declaración de Jesús: “cuando yo sea elevado, atraeré a todos hacia mí”. Su misión era precisamente la de congregar todo un pueblo para Dios, la de crear una comunidad abierta, ilimitada, a partir del tronco del viejo pueblo de Israel, la de arracimarnos a todos junto a sí. Tan incomprensible como es que una cabeza se separe del cuerpo y lo deje rezagado, así de incomprensible es Cristo sin este Cuerpo suyo que es la Iglesia. Jesús resucitado no va al Padre con un cuerpo glorioso suelto y sin amarres, por así decir; ahora forma parte de él el cuerpo eclesial que formamos nosotros.

Somos todavía un pueblo que habita en el mundo, en esta creación de Dios. Vivimos en el tiempo; pero no simplemente como quien está haciendo tiempo hasta que llegue la hora y el turno de entrar en la casa de Dios, lo mismo que quien se pone a la cola y hace tiempo para entrar en un espectáculo. Nuestra historia presente no es una simple pausa, un paréntesis, un compás de espera, un tiempo muerto. Tenemos una misión, que se relaciona directamente con ese destino definitivo desde el que tira de nosotros el Señor.

Nuestra misión es edificar el cuerpo de Cristo, dejar que el Señor glorioso se enseñoree de verdad de todas las zonas de nuestra personalidad, caminar hacia nuestra propia verdad, llegar a ser hombres perfectos hasta alcanzar en plenitud la talla de Cristo; nuestra misión es hacernos cuerpo de Cristo, ser cuerpo de Cristo, es decir, hacerle a Él presente y manifiesto en cada rincón y ámbito en que vivimos: la casa, la calle, el lugar de trabajo, las áreas de descanso, las regiones del dolor, los distintos espacios sociales. ¿Cómo? Cada uno nos lo hemos de preguntar ante Dios y abiertos a lo que nos insinúe su Espíritu. El evangelista nos señala, con un lenguaje sorprendente, esos dones que tienen los creyentes: más que de hablar varios de estos viejos idiomas nuestros, se trata de hablar lenguas nuevas, de crear nuevas formas de comunicación, de romper barreras que nos separan; más que de disfrutar de una extraña inmunidad, parece que se nos impulsa a vencer el mal de pensamiento, palabra, obra y omisión; más aún que de extraños exorcismos, se nos habla de ese poder liberador que arranca de su esclavitud a personas que viven sujetas a sus viejos demonios. 

Y más que de hacer milagros de curación, la Ascensión nos invita e impulsa a levantar cabeza y a ayudar a otros a que levanten cabeza; nos invita a peregrinar y a caminar juntos, como hermanos; nos invita dejar que Cristo se enseñoree de nosotros e irradie su vida en derredor nuestro.