Conductas

Escuchar

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

           

Una de las conductas humanas que más habitualmente practicamos en nuestras relaciones humanas es la de la escucha. Las líneas que siguen son unos apuntes sobre la índole de esta conducta, el modo de ejercerla nosotros, la forma de fomentarla en el oyente o interlocutor.

1. En qué consiste

Escuchar no es simplemente oír, a pesar de la desafortunada confusión entre ambos términos. Se apoya en la audición, pues esta es la condición física de la escucha. El oír es una condición necesaria del escuchar: si no se emiten sonidos y éstos no se captan, no hay nada que escuchar, salvo que se hable de “escuchar el silencio”. Dejemos esto a un lado, y presuponiendo la audición, que es condición necesaria pero insuficiente de la escucha, vamos a parar mientes en el escuchar. Aquí los filósofos encontrarían una mies inmensa que se aprestarían con buen ánimo a segar. Nosotros seremos más modestos. Dejando a un lado lo que pueda aventurarse sobre la escucha de los animales, aquí nos referimos a la propiamente humana.
Del oír podíamos pensar en un primer momento que no era una conducta, sino una mera pasividad física en la que no tenemos arte ni parte; en cambio, ni se nos ocurre reducir el escuchar a algo que simplemente nos pasa, queramos o no. Al contrario, somos bien conscientes de que el escuchar es un estar atentos, un ad-tendere o un in-tendere, un movimiento interior hacia el otro y su palabra. Aquí se ejercita una intencionalidad fuerte, reduplicativa, acumulativa: además de oír, estamos vueltos a los sonidos que nos llegan, vamos a su encuentro, nos dirigimos hacia ellos; no es que tengamos que movernos de lugar, podemos estar tranquilamente arrellanados en una butaca, pero somos “todo oídos”, sorbemos las palabras que se nos dicen, dejamos que como una lluvia tranquila y fecunda vayan penetrando en nosotros, o que como un aguijón nos estimulen, mostramos una receptividad activa, somos esponjas que recogen el agua que se va destilando hasta que nos empapamos por completo.

2. Variedad de mensajes que escuchamos

Es enorme la diversidad de mensajes que se nos comunican. Vamos a detenernos en tres de ellos: unos son preferentemente informativos; otros, más bien, “reveladores”; otros, ante todo, reclamos e interpelaciones.
1. Se nos pueden impartir conocimientos, comunicar noticias, contar historias. Nos dejamos instruir. Aprehendemos, nos apropiamos de este botín. Aprendemos, conocemos. No necesariamente la verdad, pero al menos una opinión, y acaso unas razones que la avalan; o un relato que se nos narra. Y es que luego vendrá el momento del juicio, el asentimiento, el desacuerdo, la contraargumentación, etcétera; o el momento de compulsar la veracidad del narrador y la objetividad de lo relatado. Pero en principio vemos acrecentarse nuestro mundo personal con nuevos conocimientos, nos podemos ver confirmados en pensamientos personales, quizá se someten a discusión nuestras mismas ideas.

2. Se nos pueden revelar los estados de ánimo, los sentimientos, las decisiones de una persona. Es el mundo de las confidencias: se comunica, no lo que pasa, sino lo que le pasa a uno. Esto se produce en virtud de la confianza que tiene en nosotros esa persona, bien por conocernos, bien porque representamos un papel social que lleva consigo una actitud de respeto y sigilo. Se pueden hacer en un salón: el literato que relata a su público ciertos momentos de su vida; o en el periódico, en casos parecidos, o en entrevistas. Pero esto tiene unos límites que normalmente se respetan, salvo episodios como las declaraciones de Lady Di ante las cámaras de la TV, o las de Carlos de Inglaterra, y de otros personajes públicos. Quitados estos casos, la confidencia se da en un clima más reservado, hay un pacto implícito o explícito de sigilo. La misma objetivación del propio mundo interior ante un testigo que escucha tiene un virtud sanante, a diferencia de la pura rumia interior, que quizá sólo sirva para agravar el propio sufrimiento o enfermedad. Es el silencioso milagro de la escucha, un milagro que activa en quien habla la capacidad para poner orden en su caos interior, y hacer que con el orden sobrevenga cierta paz y armonía. Esa palabra escuchada, o esa escucha de la palabra, es un drenaje que permite expulsar humores menos sanos y tiene una virtud cicatrizante.
La buena escucha en este caso implica varias condiciones. Podríamos asomarnos a las que parece que han propuesto distintos psicólogos o terapeutas (Carl Rogers, V. Frankl, etc.). Nosotros apuntamos al menos las siguientes: primero, silencio interior, capacidad de olvido de uno mismo y de las preocupaciones que se pueden tener, saber aparcarlas, dejarlas en segundo plano y dejarlas para otro momento. Segundo, atención, propiciada por el silencio interior. A este respecto se suele decir que el otro y su palabra han de ocupar nuestro horizonte, como si no hubiera nada más en el mundo. (Ya se advierte lo que se quiere decir con ello.) Tercero, detener el reloj: no hay que fijar un tiempo estándar de 45 minutos, ha de ser la situación misma la que indique cuándo procede acabar. Cuarto, empatía; no sé cómo la definen los expertos, pero puede servir a este respecto el apunte de Scheler sobre la participación de sentimientos: tomamos parte en los sentimientos de quien nos habla. Es dejarse afectar por esa persona, sin que perdamos lucidez. En cierto modo, es algo parecido al misterio de la encarnación del Verbo: sin dejar de ser lo que era, se hizo lo que no era. Esto se reproduce a pequeña escala en nuestra escucha del otro. Quinto, preguntar y sugerir discretamente para que se produzca un autoesclarecimiento interior de la persona. Así se le deja expresarse con espontaneidad y al tiempo se la ayuda a orientar su búsqueda y expresión en una dirección concreta que parece la apropiada.
3. Se nos puede también interpelar como a sujetos que deciden y actúan. El predicador nos apremia a la conversión, a dar cabida a Dios y su voluntad en nuestra vida, a dar hondura y sentido a nuestra realidad personal; esto se desplegará después en muchas áreas del vivir cotidiano, pero se nos remite a la postre a dar coherencia y sentido a nuestra actuación, y también a aceptar ciertas pasividades que nos “mortifican”. El político reclamará de nosotros el voto que le permita gobernar, la adscripción o afiliación a su partido, la participación en manifestaciones a favor de objetivos que figuran en la misma Constitución y que están siendo vulnerados por ciertos grupos (caso del terrorismo), el apoyo a algunas acciones de gobierno o la oposición a ellas. El dirigente sindical llama a movilizaciones contra determinadas políticas laborales. Y así sucesivamente. Aquí se usa un tipo de discurso distinto del pensador o científico que se dirige a un auditorio de colegas o al menos de aficionados a los saberes. Es también un discurso diferente de la palabra confidencial. Por fijarnos en un caso, en el discurso político se emplean el eslogan y las palabras-talismán, se ponderan los propios logros, se formulan promesas, se ataca o contraataca sin muchos matices al adversario (hasta se le demoniza), se emplean incluso técnicas de manipulación y se recurre a golpes bajos. Podemos hacernos oídos sordos. Lo mejor será escuchar con distancia, y luego analizar, sopesar los argumentos que eventualmente se den, y decidir libremente conforme a nuestro leal saber y entender, sometiendo a examen lo mejor que podamos nuestras adhesiones irracionales, controlando nuestra visceralidad y no dejándonos envolver ni por la propaganda ni por el enceguecimiento de la lucha.

3. El amor y la escucha



Hay un escuchar del que habla Tillich (en Amor, poder, justicia), cuyo texto transcribiremos aquí: «La relación que existe entre la justicia y el amor en las relaciones personales, podemos describirla adecuadamente por medio de las tres funciones que ejerce la justicia creadora: escuchar, dar y perdonar. En ninguna de ellas el amor va más allá de lo que la justicia reclama, pero en todas ellas reconoce lo que la justicia exige. Para saber lo que es justo en una relación de persona a persona, el amor escucha. Escuchar es su primera tarea. No es posible ninguna relación humana, especialmente las de carácter íntimo, sin escucharse mutuamente. Los reproches, las réplicas, las actitudes defensivas, quizá puede justificarlos la justicia proporcional. Pero quizá se revelarían injustos si ambas personas se hubieran escuchado mutuamente con mayor atención. Todas las cosas y los hombres todos nos interpelan, por decirlo así, con voz queda o poderosa. Quieren que les escuchemos, quieren que comprendamos sus derechos intrínsecos, la justicia de su ser. Quieren que les hagamos justicia. Pero sólo podemos hacerles justicia si sabemos amarles con un amor que escucha.
En sus esfuerzos por atisbar lo que ocurre en la intimidad el otro, el amor no actúa nunca de un modo irracional. Utiliza todos los medios posibles para penetrar en la oscuridad de las motivaciones e inhibiciones del otro. Se sirve, por ejemplo, de los instrumentos que le proporciona la psicología profunda, los cuales le ofrecen insospechadas posibilidades de descubrir los derechos intrínsecos de un ser humano. Así hemos aprendido que las expresiones humanas pueden manifestar unos estados internos completamente distintos de los que aparentan o quieren aparentar. A veces, parecen delatar cierta agresividad, pero en realidad expresan un amor inhibido por la timidez. Otras veces, parecen dulces y sumisas, pero en realidad son síntomas de una profunda hostilidad. Palabras bien intencionadas, pero pronunciadas en un momento inadecuado, pueden provocar una reacción completamente injusta. Por eso, en la relación interpersonal, el amor que sabe escuchar constituye el primer paso para la consecución de la justicia» (pp. 110-111).

4. Reglas para la escucha del oyente

Importa favorecer la escucha del otro cuando nos toca hablar. Indiquemos alguna regla sencilla. La primera, pronunciar correctamente y con sentido: así se dará una buena audición y se propiciará la comprensión. El otro, si no oye bien, puede sin duda pedirnos que repitamos, pero también cabe que se sienta embarazado, sobre todo si tiene que preguntarnos una y otra vez qué hemos dicho. La segunda, hacerse entender: hablar con sencillez y claridad, con frases más bien breves, sin muchas subordinadas. La tercera, emplear estímulos complementarios: pausas, entonación, “¡atención a esto!” u otras invitaciones a la atención, como el recurso a fórmulas interrogativas, a anécdotas o historias que se van intercalando en la exposición, la cual gana así en interés y en amenidad. La cuarta, no ser cargantes por el mucho hablar, no convertirnos en inexhaustos torrentes de palabras: esto genera hastío y viene a ser una invitación a que el otro desconecte.