Bautismo del Señor, Ciclo C

“Y vino una voz del cielo”

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

Una de las preguntas que se han formulado los pensadores a lo largo de la historia ha sido esta: “¿quién soy? ¿de dónde vengo? ¿a dónde voy?”. A estas preguntas se han dado muchas respuestas. Algunas son muy parciales. Para las tiendas y los grandes almacenes, yo soy un consumidor. Si consumo mucho, llegaré a la categoría de “distinguido cliente”. Para los políticos, sobre todo en las próximas semanas, soy un elector cuyo voto van a reclamar. Para el ministerio de Hacienda, un contribuyente. Para el médico, un paciente. Y así podríamos continuar una larga lista de pequeñas o no tan pequeñas identidades. Para cada una tengo una tarjeta: la tarjeta del censo, la tarjeta de cliente de tales almacenes, la tarjeta de la sociedad sanitaria a que pertenezco, la tarjeta de lector de la biblioteca tal o cual, o la tarjeta del banco. Son mis títulos de acceso a los distintos lugares. Como tarjeta base dispongo del documento nacional de identidad.

Pero los pensadores a que hacíamos referencia al principio conocen ya esas respuestas concretas, prácticas, en buena medida funcionales, especialmente en esta sociedad compleja en que nos movemos y en la que abunda todo tipo de servicios. Nos valen para organizarnos mejor. A esos pensadores les interesa otra cosa, algo así como nuestra identidad más de fondo, la más esencial. Y es a propósito de esta donde parece que se da una notable incertidumbre en nuestro tiempo. ¿Somos simplemente “repúblicas de células” (J. Mosterín), o carnívoros agresivos, o extraños animales que plantean preguntas, que ríen y lloran? ¿Somos una pasión inútil (J.-P. Sartre)? ¿Somos un pequeño Dios (Leibniz), un Dios en la tierra (Ficino)?

Mirando a Jesús, podemos plantear estas otras cuestiones: )se preguntaba Jesús por su identidad más honda? ¿La conocía ya desde el comienzo a la perfección? ¿Qué nos quiere decir san Lucas cuando nos apunta que Jesús crecía en edad, sabiduría y gracia delante de Dios y de los hombres? ¿Por qué nos narra este episodio del bautismo de Jesús, donde se revela quién es? Aunque la palabra que viene de lo alto va dirigida a Jesús en persona, sospechamos que es más bien un guiño que nos hace el evangelista a los lectores para que, al comienzo del ministerio de Jesús, sepamos, y de forma solemne, quién es. Estas palabras son como el telón de fondo sobre el que debemos contemplar todos los episodios que Jesús va a protagonizar y todas las enseñanzas que va a impartir. Teniéndolas presentes comprenderemos mejor todo lo que hizo y todo lo que dijo Jesús. En una frase tan corta está dicho todo lo esencial. Jesús es el Hijo, el amado, el predilecto de Dios. Esa es la certeza que sustenta toda su vida. Por ser el Hijo, podía invocar a Dios como Padre. Lo hacía así en momentos de alegría, como cuando, lleno de gozo en el Espíritu Santo, exclamó: “Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios y prudentes, y se las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, pues así te ha parecido mejor” (Lc 10,21). Y también en el momento de la crisis final. Las últimas palabras de Jesús que recoge el evangelio de san Lucas son éstas que pronunció desde la cruz: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23,46). Por ser el Hijo, no buscaba otra cosa que cumplir la voluntad de su Padre. También cuando esta voluntad era un bocado indeciblemente amargo. En Getsemaní oraba: “Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc 22,41).  Por estar fundado y arraigado en el amor del Padre, por saberse envuelto en este amor del Padre, pudo irradiar bondad sobre todas las personas que se acercaron a él: los niños, los marginados de su tiempo, los enfermos, los samaritanos..., e incluso orar así por los que lo habían crucificado: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34).

Jesús también fue, si se puede hablar así, un pequeño consumidor, y en su grupo había un discípulo que administraba los bienes, aunque no vivió para consumir; Jesús también fue un contribuyente, y pagó el tributo anual para las necesidades del Templo (cf. Mt 17,24-27), y eso que se sabía  Hijo del Dueño y Soberano de cielos y tierra. Pero la verdad más profunda de Jesús, la que era cimiento de todo su ser y raíz de todo su obrar, era sencillamente ésta: “Tú eres mi hijo, el amado, el predilecto”.