Domingo II del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Crear y despejar incógnitas

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

(Buen comienzo! –podríamos decir–. Después del bautismo de Jesús, que parte su vida en dos fases claramente distintas, nos acercamos a esta espléndida manifestación en unas bodas. Jesús, de entrada, es un invitado más. Suponemos que participó en otros banquetes de boda antes del bautismo en el Jordán; más de un familiar suyo se habría casado, y él habría estado presente en la celebración y los festejos de la boda. Pero ahora no lo vemos simplemente con su familia; lo acompañan ya sus discípulos. Es una señal de que las cosas han cambiado en su vida. Y tampoco sabemos que hubiera realizado ningún signo en los otros banquetes de bodas, o en alguna ocasión propicia. El evangelio de Juan nos presenta este signo de la transformación del agua en vino como el comienzo mismo de los signos de Jesús. Vemos, pues, que las cosas han cambiado. Hay un antes y un después del bautismo de Jesús. Hasta ese momento había llevado una vida corriente, sin dar señales particulares de su identidad más honda. Es ahora cuando empieza a crear incógnitas y a despejar incógnitas.

Empieza a crear incógnitas. Mejor dicho, se convierte en una incógnita para todos. Cuando expulsa a los mercaderes del templo, los judíos le salen al paso y le preguntan: “¿Qué señal nos ofreces como prueba de tu autoridad para hacer esto?” (Jn 2,18).  La samaritana, después de haberle escuchado, vuelve al pueblo y dice a sus vecinos: “Venid a ver un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho. ¿Será el Mesías?” (4,29). En una de sus estancias en Jerusalén, al oír su enseñanza, dicen los judíos: “¿Cómo es posible que este hombre sepa tanto sin haber estudiado?” (7,15). Y poco más adelante, muchos que creyeron en él comentaban: “Cuando venga el Mesías, ¿hará signos mayores que los que éste hace?” (7,31). Y así tantas veces más. Jesús despierta incógnitas.

Pero también despeja incógnitas. Al menos para todo el que sabe ver. Lo comprobamos ya en esta narración del banquete de bodas. De una forma a la vez discreta y magnífica, Jesús realiza esa señal del agua convertida en vino, manifiesta su gloria y crece la fe de sus discípulos en él (2,11). Cuando leemos este pasaje sobre el telón de fondo de la primera lectura, de golpe, como un fogonazo, se nos revela una nueva seña de identidad de Jesús: él es el esposo que trae el vino nuevo para estas bodas de Dios con su pueblo. Trae así un tiempo nuevo. No ya sólo porque ha inaugurado en su vida una fase inédita, sino porque da comienzo a una nueva época de las relaciones de Dios con nosotros. Es el tiempo en que la salvación de Dios llamea como antorcha, en que Él manifiesta el esplendor de su amor, en que el Cordero prepara las bodas con su Iglesia y la enriquece ya con toda clase de dones (cf 20 lectura).

El vino excepcional por su cantidad y su calidad representa, entre otras cosas, a la Palabra que Jesús anuncia, a la Palabra que Jesús es, una palabra que supera en sentido y verdad la de los profetas como la luz supera a las sombras y el cumplimiento a las promesas. El vino sería asimismo figura de la eucaristía, en que el Espíritu cambia el vino común en la sangre preciosa del Señor. Cuando Jesús derrame su sangre habrá llegado su hora. En esa hora traerá la salvación, mostrará hasta dónde llega su amor, entregará su Espíritu, que también es simbolizado por el vino.

Vivimos en este tiempo, envueltos por la hora de Jesús. Dios nos ha declarado en Cristo el esplendor de su amor. Pero la falta de vino, las tinajas vacías y, especialmente, la misma sangre derramada por Jesús nos revelan la otra cara de esta edad en que Dios hace ya presente su salvación. Es una edad en que la alegría y el bullicio de nuestras celebraciones festivas se interrumpen de golpe; una edad en que reaparece una vez más la inquietud (quizá cuando menos sospechábamos); una edad en que experimentamos inmensos y profundos vacíos; una edad en que el amor no se expresa sólo en la dulce intimidad, sino también pasando por el desgarro del sufrimiento, la oscuridad, la incomprensión y la muerte. Es la edad y hora de la espera. Es la edad en que la Iglesia ha de interceder ante el Señor para traiga la plenitud de sus dones a la humanidad, el tiempo en que nos exhorta a todos: “haced lo que Él os diga”.