Inmaculado Corazón de la Virgen María

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

           

La liturgia propone esta memoria al día siguiente de la gran fiesta del Corazón de Jesús. Así, tras la solemnidad en que se celebra el Corazón abierto del Salvador, hacemos un recuerdo más discreto del corazón de la madre, la Toda-santa, la obra primorosa del Espíritu.  

El corazón humano  

Se ha dicho que sólo los hombres tienen corazón; los animales, si acaso, tienen músculo cardiaco. Por eso, al hablar del corazón, nos asomamos a algo distintivo y esencial de nuestra especie humana. La palabra “corazón” resulta en ciertas épocas una voz gastada por el uso y el abuso, quizá por un sentimentalismo decadente. Pero siempre renace; porque es una palabra-clave de la lengua, una “protopalabra”, es decir, una palabra capital y de primerísima fila.

La Escritura nos presenta toda una gama de dimensiones del corazón. El corazón es el centro de la persona, su interioridad más profunda, la sede del conocimiento sapiencial, el núcleo del que brotan las decisiones, la hondura en que surgen el amor y la fidelidad, la frontera en que el hombre limita con Dios y se encuentra con Él, el espacio sagrado en que Dios hace resonar su palabra, ejerce su salvación, derrama su amor y deposita el don de su Espíritu. Veámoslo.

El corazón es el centro de la persona y su interioridad más profunda: «Yo pondré mi ley en el fondo de su ser y la escribiré en su corazón» (Jer 31,33).

Es el núcleo del que surgen las decisiones: «Había decidido en mi corazón edificar una casa donde descansase el arca de la alianza del Señor» (1 Cro 28,2).

Es la hondura en que nacen el amor y la fidelidad: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser» (Dt 6,5; Mt 22,37; Mc 12,30; cf Dt 13,4); «os daré un corazón nuevo y os infundiré un espíritu nuevo; os arrancaré el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que viváis según mis mandatos, observando y guardando mis leyes» (Ez 36,26-27).

Es la frontera en que el hombre limita con Dios y el órgano de su búsqueda y encuentro: «Entonces buscarás allí [entre las naciones] al Señor tu Dios, y lo hallarás, si lo buscas con todo tu corazón y con toda tu alma» (Dt 4,29).

Es el ámbito en que Dios hace resonar su palabra de amor, consuelo, reproche: «La llevaré al desierto y le hablaré al corazón» (Os 2,16); «hablad al corazón de Jerusalén» (Is 40,2); «a todo israelita que se haya entregado a sus ídolos, si luego acude a consultar al profeta, le responderé yo mismo, el Señor... Así llegaré hasta el corazón de los israelitas que se han alejado de mí... yo mismo, el Señor, le responderé» (Ez 14,4-5.7).

Es la hondura en que Dios justifica, derrama su amor y deposita su Espíritu: «cuando se cree con el corazón actúa la fuerza salvadora de Dios» (Rom 10,10); «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rom 5,5; Gál 4,6).

Percibimos así cómo en el corazón, para la tradición bíblica y cristiana, están presentes, no sólo los sentimientos, sino todas las dimensiones de la persona: el conocer, el querer, la decisión moral, el amor humano y teologal.

 

El corazón de María

El símbolo “corazón de María” nos evoca el mundo de sentimientos de la Madre del Señor: ella conoce la alegría desbordante (cf Lc 1,28.47), pero también la turbación (cf Lc 1,29), el desgarro (cf Lc 2,35), las zozobras y angustias (cf Lc 22,48). María es asimismo la creyente que «guarda y medita en su corazón» los momentos de la manifestación de Jesús, ya en el nacimiento (Lc 2,19), o más tarde en la primera Pascua del niño (2,51); el corazón de María aparece entonces como «la cuna de toda la meditación cristiana sobre los misterios de Cristo» (J.Mª Alonso). María es, además, modelo del verdadero discípulo, que escucha la Palabra, la conserva en el corazón y da fruto con perseverancia (¿Lc 8,11-15.19-21 y 11,27-28?). María es, en fin, la mujer nueva que vive sin reservas ni cálculos el don y los afanes del amor: «el corazón de María es su amor»; «su corazón es el centro de su amor a Dios y a los hombres» (P. Claret).

Vamos a desarrollar este último punto, comenzando por el amor a Dios. Si a María le hubieran abierto alguna vez las venas, quizá le habría sucedido, y con más razón, lo que se cuenta de un místico: le abrieron las venas, y la sangre, al caer, en vez de formar un charco, trazaba unas letras, que iban compo­niendo un nombre, el nombre de Dios. Hasta ese punto lo llevaba metido en su propia sangre. Tan “perdidamente” enamorado de Él estaba.

María, bajo el título de su Corazón, nos muestra que la vida cristiana no estriba ante todo en someterse a una ley, asentir a un sistema doctrinal, cumplir un ritual en que se honra a Dios con los labios. Ser cristianos es vivir una relación de acogida, confianza y entrega al Dios vivo; es una adhesión personal a Cristo. Desde ahí se vivirá la obediencia a la voluntad de Dios, se acogerá la enseñanza del evangelio, se adorará a Dios en espíritu y verdad.

Sobre el amor de María a los hombres nos habla el Papa Juan Pablo II. Jesús —decía el Papa en la encíclica Dives in misericordia, n. 9— manifestó su amor “misericordioso” ante todo en el contacto con el mal moral y físico. En ese amor «participaba de manera singular y excepcional el corazón de la que fue Madre del Crucificado y del Resucitado... En ella y por ella, tal amor no cesa de revelarse en la historia de la Iglesia y de la humanidad. Tal revelación es especialmente fructuosa, porque se funda, por parte de la Madre de Dios, sobre el tacto singular de su corazón materno, sobre su sensibilidad particular, sobre su especial aptitud para llegar a todos aquellos que aceptan más fácilmente el amor misericordioso de parte de una madre».

Pero el Papa invita en otro lugar a destacar sobre todo el amor preferencial por los pobres: «la Iglesia, acudiendo al corazón de María, a la profundidad de su fe, expresada en las palabras del Magnificat, renueva cada vez mejor en sí la conciencia de que no se puede separar la verdad sobre Dios que salva, sobre Dios que es fuente de todo don, de la manifestación de su amor preferencial por los pobres y los humildes, que, cantado en el Magnificat, se encuentra luego expresado en las palabras y obras de Jesús» (Redemptoris Mater, n. 37).

El corazón de María se muestra así como un corazón dilatado y poblado de nombres, en especial de los nombres de los últimos. Por eso la presentarán algunos como la mujer toda corazón.

 

Los misterios de María al trasluz de su corazón

 

La tradición eclesial ha ido esclareciendo cada vez más la historia teologal de María y la ha proclamado Madre de Dios, Virgen, Inmaculada, Asunta. Cuando se miran al trasluz de su corazón, se percibe mejor la verdad de estos misterios, sin despojarlos de la dimensión concreta y corporal que pueden tener, o que de hecho tienen. Desde Prudencio y San Agustín, en la Iglesia latina se contemplará la maternidad de María desde esa realidad-clave de su corazón: nos dicen que, por la fe, María concibió a Jesús antes en su corazón que en su seno; y también que «de nada le habría valido a María su cercanía materna si no hubiera llevado a Cristo en su corazón todavía con más dicha que en su carne». De esta suerte podemos contemplar en María un corazón materno.


La virginidad de María no se reduce a su integridad física y a la concepción de Jesús por obra del Espíritu Santo sin concurso de varón; nos remite asimismo a la virginidad como realidad religiosa, como amor indiviso a Dios y entrega a las personas, quizá como pobreza corporal. Así se nos muestra en la madre del Señor la presencia de un corazón virginal.

La concepción inmaculada de María consiste en ese misterio de gracia redentora por el que su corazón fue habitado por la Trinidad desde el primer momento. El de María fue siempre y desde siempre un corazón inmaculado.

 

Historia de la piedad y la liturgia

 

Los Santos Padres habían reflexionado ya sobre el corazón de la Madre del Salvador, pero será más tarde cuando aparezca la devoción cordimariana. Los primeros testimonios proceden del siglo VIII. A partir de san Bernardo (s. XII), varios espirituales expresarán una vivencia cordimariana impregnada de humanismo religioso. Tras la Reforma protestante (s. XVI), que acaba arrinconando a María, emerge hacia el corazón de María una piedad humanista, representada por hombres como san Pedro Canisio y san Francisco de Sales.

El jansenismo, en el s. XVII, presentará una imagen de Dios opresora de las conciencias. Se mostraba a Dios como santidad infinita que espanta y retrae, como origen de una ley que sólo revela nuestra fragilidad y pecado. Este desdichada representación de Dios llegaba al pueblo por distintas vías: cierta predicación de las verdades eternas, los devocionarios y libros de meditación y, quizá más todavía, los confesores rigoristas.

En aquel ambiente, S. Juan Eudes (1601-1680) será el gran promotor de la devoción a los sagrados corazones de Jesús y de María. Sobre el objeto de la devoción a este último escribía: «Deseamos honrar en la Virgen madre de Jesús no solamente un misterio o una acción, como el nacimiento, la presentación, la visitación, la purificación; no sólo algunas de sus prerrogativas, como el ser madre de Dios, hija del Padre, esposa del Espíritu Santo, templo de la santísima Trinidad, reina del cielo y de la tierra; ni tampoco sólo su dignísima persona, sino que deseamos honrar en ella ante todo y principalmente la fuente y el origen de la santidad y de la dignidad de todos sus misterios, de todas sus acciones, de todas sus cualidades y de su misma persona, es decir, su amor y su caridad, ya que según todos los santos doctores el amor y la caridad son la medida del mérito y el principio de toda santidad».

Hacia 1643 empezó a celebrar la fiesta del Corazón de María, que años después aprobaron numerosos obispos, a pesar de la oposición de los jansenistas, y en 1668 confirmó el cardenal legado para Francia. En Roma se denegó la solicitud de que se estableciera la fiesta, por presentar ciertas dificultades doctrinales. En 1805 se concedió la celebración a todos los que lo solicitasen expresamente de Roma. En 1855 la Congregación de Ritos aprobó nuevos textos, pero con la misma restricción.

 

Esplendor y vicisitudes en el siglo XX  

El 31 de octubre de 1942, en el 25 aniversario de las apariciones de Fátima, Pío XII consagró la Iglesia y el género humano al inmaculado corazón de María: «A vos, a vuestro corazón inmaculado, en esta hora trágica de la historia humana, confiamos no sólo la santa iglesia..., sino también todo el mundo desgarrado por funestas discordias». El 4 de mayo de 1944 el papa extendió a toda la iglesia latina la fiesta litúrgica del Inmaculado Corazón de María, fijando la fecha para el 22 de Agosto, octava de la Asunción.


La devoción había cuajado en toda una red de expresiones: la consagración personal al Corazón Inmaculado, la archicofradía instaurada en muchos pueblos y ciudades gracias a las misiones populares, la novena solemne concluida con una procesión grandiosa en que se portaban estandartes y la venerada imagen sentada en su solio, la devoción de los primeros sábados de mes promovida por las apariciones de Fátima, la peregrinación de la urna del Corazón de María por las casas, los escapularios e insignias que llevaban los devotos, las prácticas diarias, semanales y mensuales de reparación al corazón de María ofendido por los pecadores.

Ya antes del Concilio Vaticano II se registraron notables cambios en la imagen de María: se reduce cierta retórica de las grandezas y los privilegios y se contempla la María de Nazaret inserta en la larga historia del Pueblo de Dios. Se destaca más su condición de sierva que su regio esplendor de soberana, más su ejemplaridad que su poder. Se atisba que también ella vivió la fe pasando por el desconcierto, la oscuridad, incluso la noche (cf Lc 2,50); que su amor a Dios conoció la sequedad, la prueba, quizá parecido abandono al de su Hijo; que hubo de mantener su esperanza a pesar de aparentes mentís de la experiencia. María vivió de este modo, desde dentro, desde el corazón, la peregrinación de la fe, los caminos arduos del amor, los combates de la esperanza.

Por su lado, las prácticas señaladas conocerán una fuerte crisis. Acaso se explique por distintos factores: la renovación litúrgica y la celebración eucarística vespertina propiciaban el eclipse o la desaparición de las devociones. El lenguaje sobrecargado de epítetos, teológicamente flojo, quizá incluso dulzón en exceso, no prendía ya en las nuevas generaciones. Una tendencia iconoclasta rechazaba todo lo “preconciliar” y sus acentos “triunfalistas”. Una nueva estima por la Palabra de Dios desplazaba el anterior interés por los mensajes de las apariciones. La secularización de la sociedad, la búsqueda de una nueva forma de presencia cristiana en el mundo y quizá también cierto complejo vergonzante llevó a la supresión de manifestaciones religiosas masivas en la calle. Una nueva conciencia eclesial tendrá como repercusión el abandono de devociones características de los Institutos religiosos, vistas como formas de capillismo.

Sin embargo, nuevas experiencias y reflexiones parecen estar contribuyendo a un renacer. Señalamos, entre otras, la recuperación de la riqueza teológica bíblica apuntada más arriba y la renovada consideración del misterio de María: el gozoso mensaje que su corazón nos trasmite sobre las profundidades a que llega la obra del Espíritu, la rica interioridad de ese corazón sabio que guarda y medita la historia de Jesús y compara esta obra nueva de Dios con su acción en el pasado de Israel, la fuerza profética de su canto (el Magnificat), la llamada con que ese corazón de madre invita al cultivo de un elemento materno en los evangelizadores.

 

Un corazón armonioso  

En las nuevas Misas de la Virgen María aprobadas por Juan Pablo II en 1986 se ofrece una celebración del Corazón de María. En el prefacio se dibuja una bella imagen del corazón nuevo de la Madre de Jesús. La comunidad, dirigiéndose a Dios, presenta en ocho notas, cuatro acordes, sus motivos de acción de gracias con estas palabras: «diste a la Virgen María un corazón sabio y dócil, dispuesto siempre a agradarte; un corazón nuevo y humilde, para grabar en él la ley de la nueva Alianza; un corazón sencillo y limpio, que la hizo digna de concebir virginalmente a tu Hijo y la capacitó para contemplarte eternamente; un corazón firme y dispuesto para soportar con fortaleza la espada de dolor y esperar, llena de fe, la resurrección de su Hijo». Esa realidad nueva es la que celebramos con gozo en la memoria del Corazón de María.