Interrumpir

Autor: Padre Pablo Largo Dominguez           


La interrupción es un fenómeno ambivalente. No siempre ni por necesidad es mala. Aquí vamos a resaltar justamente el sentido positivo que tienen ciertas interrupciones. Así, con toda evidencia, atajar una hemorragia es una conducta saludable: se frena un proceso que podría acarrear la muerte. Cierto, hay hemorragias que son en principio buenas (como la originada por una subida de tensión arterial), pero luego es necesario cortarlas, porque la pérdida cuantiosa de sangre entraña un grave peligro.

Pensemos en otras cesuras beneficiosas. El sueño, por ejemplo, es una interrupción, no de todas las actividades del viviente humano (en ese caso, no estaríamos ante el sueño, sino ante la muerte), sino de las actividades de la vigilia. El cuerpo y la mente descansan, y por la mañana estamos frescos para emprender las nuevas tareas que presenta la jornada. Esa es, entre otras muchas, una de las ventajas que tiene el sueño.

Cuando nos ausentamos unos cuantos días de casa o del lugar habitual del trabajo, nos libramos de una serie de pesos y molestias de la marcha ordinaria de la vida; concretamente, de disfunciones que le distraen a uno y le obligan a ocuparse en cosas que no son directamente de su incumbencia. En esa ausencia, nuestro psiquismo se oxigena y remoza, salvo que tropecemos con personas que descargan sobre nosotros sus problemas y nos abruman con sus historias. Si en nuestras “escapadas” nos aplicamos a una actividad normal, exenta de esas contaminaciones intensas, volvemos a casa o al trabajo con el ánimo más sereno y menos fatigado por aquellas disfunciones. Se produce una distancia física y una consiguiente distancia psicológica respecto a esas ocupaciones ingratas que tenías que atender. Lo mismo se puede decir en relación con las personas, cuando la presencia de algunas, por su perfil o por ciertas conductas suyas, nos tienen cansados. (Otro tanto les pasará a ellas con nosotros.)

La obsesión es también algo que necesita ser interrumpido. Pensamientos poco gratos que le rondan a uno, miedos que asoman la cabeza una y otra vez, inquietudes que parecen apretar el cerco: todo eso tiene que ser suspendido. Necesitamos interrupciones salvíficas. Para esto se ofrecen terapias de tipo cognitivo y conductual que distraigan la atención hacia otras cosas. Es como lo que se nos cuenta de algunos pájaros: la mirada de una serpiente los hipnotiza de tal forma que se quedan paralizados y no pueden emprender el vuelo que los alejaría del peligro. Es quizá un disparo u otro estrépito lo que los saca de ese hechizo y les permite ponerse a salvo. Conocemos también la táctica de que se valen madres y niñeras cuando los niños pequeños no paran de llorar: se los procura distraer llamándoles la atención sobre otra cosa, y a veces el llanto cesa como por ensalmo. Así son las buenas interrupciones: se corta una cadena maléfica y uno se zafa de una situación peligrosa.

Y, entrando en el terreno religioso y moral, ¿qué es una conversión, sino una interrupción en toda regla? Uno corta, y de forma “tajante”, con cierto género de vida que no lo lleva por buen camino. El viejo predicador nos diría que esa persona caminaba a marchas forzadas hacia el abismo; por fortuna, mejor dicho, por gracia, ha frenado a tiempo la marcha y ha virado en sentido contrario. Dice “adiós” a su historia pasada, o a cierto tramo de ésta, y emprende una vía nueva. Esta es, sin duda, una interrupción mayor. Las otras que hemos apuntado son cortes menores, pero saludables, hechos en cosas que llevaban mal sesgo. Tanto la mayor como las menores merecen ser saludadas con una bendición, porque lo son ellas de por sí.

Un relato nos enseña las ventajas de la interrupción. Dice así: «El carpintero que había contratado para ayudarme a reparar una vieja granja, acababa de finalizar un duro primer día de trabajo. Su cortadora eléctrica se dañó y lo hizo perder una hora de trabajo y ahora su antiguo camión se negaba a arrancar. Mientras le llevaba a su casa, se sentó en silencio. Cuando llegamos, me invitó a conocer a su familia. Mientras nos dirigíamos a la puerta de su casa, se detuvo brevemente frente a un pequeño árbol, tocando las puntas de las ramas con ambas manos. Cuando se abrió la puerta, el rostro de aquel hombre se transformó, sonrió, abrazó a sus dos pequeños hijos y le dio un beso a su esposa. Luego me acompañó hasta el coche. Cuando pasamos cerca del árbol, sentí curiosidad y le pregunte por lo que lo había hecho un rato antes. “Oh, ese es mi árbol de problemas”, contestó. “Sé que no puedo evitar tener problemas en el trabajo, pero una cosa es segura: los problemas no pertenecen a la casa, ni a mi esposa, ni a mis hijos. Así que simplemente los cuelgo en el árbol cada noche cuando llego a casa. Luego, a la mañana siguiente, los recojo otra vez. Lo bueno es -concluyó sonriendo- que cuando salgo por la mañana a recogerlos, no hay tantos como los que recuerdo haber colgado la noche anterior”».

Buen ejemplo de conducta saludable: dejar los problemas atrás, antes de cruzar el umbral de la casa; colgarlos en el árbol, como si fuera un perchero. ¡Excelente interrupción!