Solemnidad de la Natividad del Señor
“Vimos su gloria”

Autor: Padre Pablo Largo Domínguez

 

 

Este año, el día de la Natividad del Señor cae en domingo. Por imperativo del calendario. Nosotros podemos aprovechar esta circunstancia y contemplar el misterio del nacimiento de Jesús en su relación con el domingo. Como sabéis, “domingo” significa “día del Señor”. Fue tal día como un domingo, el primer día de la semana judía, al salir el sol, cuando las mujeres se acercaron con aromas al sepulcro de Jesús y descubrieron que la piedra estaba corrida. Al entrar, recibieron una revelación: “Buscáis a Jesús Nazareno, el crucificado. Ha resucitado. No está aquí”. Tras este primer revuelo se produjeron los encuentros con el Señor viviente. Fue la gran Pascua del Señor: había pasado de este mundo al Padre. Nosotros, todos los domingos del año, celebramos este misterio de la resurrección de Jesús, un misterio siempre nuevo, siempre por delante de nosotros. Hoy, como hemos dicho, se da la coincidencia de la Natividad o nacimiento de Jesús y de la memoria dominical de su resurrección. No vamos a pasar por alto esta circunstancia; porque está bien, está muy bien, que sea así.

Y es que no debemos desgajar el nacimiento de Jesús del resto de su historia. No es bueno trocear la unidad viviente de la verdad de Jesús. Porque esta verdad es una en su sustancia, aunque sea compleja en su desarrollo, que va desde la cuna hasta el sepulcro, y que se prolonga más allá del sepulcro y más acá de la cuna. Esa verdad, esa historia, no es una serie de retales cosidos a la buena de Dios que se endosan sobre los hombros de Jesús. No; debemos decir que la túnica inconsútil de la verdad de Jesús está hecha de una sola pieza. Rica en palabras, variada en signos y milagros, compleja en gestos, pero una sola pieza. En cada una de sus palabras, en cada uno de sus milagros, en cada una de sus acciones, en cada una de sus plegarias está la marca de esa verdad única del Señor, del Dios-con-nosotros. Así, pues, procuremos estos días que los árboles de Navidad no nos impidan ver el bosque de esa verdad una y plena.

Pero tampoco queremos precipitar los acontecimientos. No nos dejaremos azuzar por la impaciencia, que nos acucia a plantarnos de golpe y sin más en la página final de la historia de Jesús. Hay que ir de página en página, paso a paso, momento a momento. Principio quieren las cosas de Dios, y nosotros vamos a asistir serenamente y sin urgencias a ese principio. Porque lo que de Jesús celebramos ahora es sencillamente el nacimiento, esta otra pascua que hemos llamado a veces “Pascua de Navidad”, este primer paso sin el cual no se puede dar el segundo, ni el penúltimo, ni el último.

Por tanto, no queremos separar, ni rasgar, la verdad de Jesús; y tampoco queremos dejar de asistir a cada uno de los pasos que la vayan jalonando. Hoy, en concreto, nos detenemos en ese momento de su presencia primera entre nosotros: la de un niño que acaba de nacer y al que su madre envuelve en pañales y coloca en un pesebre. ¿Cómo hacer este gozoso alto en la natividad de Jesús sin olvidar su verdad entera? Colocando la parte en el todo, y poniendo atención para ver cómo el final de la historia de Jesús tiene ya su verdadero prólogo en el nacimiento.

Desde esa altura de la verdad plena de Jesús, recordada por la Iglesia domingo tras domingo, volvemos hoy la vista para contemplar la menuda verdad de sus comienzos. Este pequeño es por ahora sólo el primogénito de María; pero llegará el tiempo en que sea, por su resurrección, el primogénito de entre los muertos. Este niño, el hijo de María, el hijo del hombre, es el que se llamará “Hijo de Dios” o “Hijo del Altísimo”, y será tal en plena fuerza por su resurrección de la muerte (Rom 1,3-4). Su Pascua, pascua florida, fue una redonda y limpia victoria en que, no sin angustia, le ganó la guerra al mal, al dolor, al pecado, a la tiniebla, a la muerte; pero ya ahora comprobamos cómo, con su nacimiento, les ha ganado la primera batalla. Por eso, si en el centro de cada eucaristía aclamamos: “anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección”, hoy, el día de Navidad, anunciamos un primer tiempo de esta victoria: el triunfo del nacimiento.

El Resucitado, en su exaltación a la gloria, recibió un nombre sobre todo nombre; pero ya a los ocho días de nacer recibirá un nombre que no tiene mucho que envidiarle: el nombre de “Jesús”, que significa “Salvador”, porque él salvará al pueblo de sus pecados. También a los ocho días de nacer vierte su sangre en la circuncisión, como miembro del pueblo de la primera alianza; en cierto modo presagia el derramamiento de su sangre en la cruz, para la alianza nueva y eterna de Dios con nosotros.

Jesús, una vez resucitado, se manifiesta a los discípulos. Ya antes se había manifestado durante todo el ministerio, y pudo decir a sus seguidores: “Dichosos vuestros ojos, porque ven, y vuestros oídos, porque oyen. Porque muchos profetas quisieron ver lo que veis, y no lo vieron, y oír lo que oís, y no lo oyeron”. El pueblo vio los signos que realizó Jesús, y lo vio a él en persona, que se hizo presente en sus calles, en sus plazas, en sus casas. Se dejó ver, y se dejó tocar, bastando a veces poder tocarle el manto para recobrar la salud. Pero todo ese despliegue empezó treinta años atrás, aquella noche en que María lo dio a luz, lo hizo presente, palpable, visible, la noche en que lo pudieron contemplar, adorar y tocar los pastores. Hoy, nosotros, acompañamos a los pastores; a su momento, estaremos al lado de la multitud, y más tarde, en la Pascua de resurrección, podremos deslizarnos por entre los discípulos para ver si nos toca en suerte algo de sus experiencias pascuales.

Llegará el momento en que el designio de Dios se valdrá de los planes del procurador Pilato (Lc 23,24-25); pero ya ahora comprobamos cómo se vale Dios de los edictos del emperador Augusto (2,1) para llevar a cabo su objetivo de salvación. Y así podríamos continuar. Pero puede bastar lo apuntado para comprobar cómo, a través de estos hechos y circunstancias, se pone el primer eslabón de una cadena que podrá cerrarse en el triduo santo. Festejemos, pues, la hora del nacimiento, pues en ella comienza la cuenta atrás hacia la hora de la resurrección; festejemos la noche y el día de la Navidad, de los que arranca la cuenta atrás hacia la noche y el día de la Pascua. La gloria de la Pascua irradia hoy sus primeros y gozosos destellos.