La Libertad y el perdón 

Autor: Padre Pedro Hernández Lomana, C.M.F.

      

El tema me parece fascinante, pero no sé cómo podré resolverlo, porque la verdad no es fácil. Todos sabemos que la libertad tiene que intervenir en todas nuestras acciones, sentimientos y pasiones, eso es más que evidente si queremos garantizarnos el ser de humanos como tal, pero también sabemos la frecuencia actual del fenómeno del rencor en los corazones nuestros, que nos hacen pensar que nuestra libertad anda campando a sus anchas, al garete, y como si fuera lejos del alcance de nuestra propia realidad humana.

El perdón, por otra parte, es fundamental al hecho de crecer como humanos, es decir es la solución más auténtica, cuando dos personas se aman, conociendo mutuamente sus debilidades, desde cuya realidad se quieren hacer en su relación todo el bien posible como corresponde a este tipo de andadura humana, y vivir con propiedad la fruición de los dos, porque el amor es una nueva forma de ser, para crecer madurar y darse esa garantía de permanencia, que el hombre necesita siempre, si ha de juzgarse que su auto-estima está fuerte y fundamentadamente asegurada, en lo más íntimo de su corazón. Yo diría que es un hecho psicológicamente asegurado y espiritualmente reforzado por la experiencia de, que nunca nos abandona, cuando nos empeñamos en seguir el factor coherencia de la vida, y desde ahí recurrimos a los criterios de valor que en nuestra palm personal funcionan, para, en cada caso, dar la respuesta adecuada a la situación pedida, que, por supuesto, excluyen el rencor o el odio o el resentimiento, si hemos de seguir asentados firmemente, en nuestro lugar humano de pertenencia. No podemos olvidar que “van transcurridos más de 3 millones de años de constante innovación en el empeño de transformar la naturaleza al servicio de la vida humana, nos dice Pedro Laín Entralgo en su libro el Problema de ser Cristiano. Pg. 54. Y eso mismo creo sentir cuando al contexto personal trasladamos la conducta del hombre dentro de nuestro proceso social, que también es más democrático, pero solo en apariencia, para hacernos sentir que no podemos caminar con odios o rencores en nuestro corazón, si nos hemos de sentir a la altura de los tiempos.

Bien, pareciera que podríamos decir que son verdad, las dos últimas líneas del párrafo anterior. A mi francamente me parecen un ironía que me ha salido, por cierto, muy espontánea, pues de mirar a nuestra historia con sentido crítico, vemos que en los dos últimos siglos nos hemos ido separando del camino hacia el hombre, confundiendo nuestro ser humano con lo científico fundidos de una esperanza vana, en la seguridad de que los siglos de las luces, nos darían la luz suficiente para caminar iluminados. Pero qué va, estamos bien lejos, de ser, lo que, tal vez, todos quisiéramos, porque tántas veces lo hemos soñado: hombres de bien, e internamente sanos, de verdad.

Hablando humanamente, hoy, es bien difícil este asunto del perdón, por no decir imposible, porque claro, en muchas ocasiones, estamos artos de la fragilidad del hombre o mujer, que hasta nos llegamos a creer salvados, en aquello de que nadie debe meterse en nuestra vida, y así resulta imposible el perdón, y al pensar en nosotros mismos, maltrechos y mal tratados, por tanta insolencia y brabuconada que llega hasta el mismo fondo de nuestra autoestima, porque nos hiere profundamente, solemos decir airosamente, qué sarcasmo, que ya está bien, que se vaya a otra parte, a cantar al fresco de la luna, o cosas parecidas, pero no nos damos cuenta de que el asunto es entre Dios y nosotros, y queremos poner con demasiada frecuencia el momento personal en medio del problema, como si fuéramos nosotros los que, después de todo, lo tenemos que solventar, pues hasta nos sentimos inocentes, y se nos perfila clara nuestra voluntad de seguir en las andadas. Pero el perdón, en el cristianismo florece en los labios del que ofende y del ofendido por una necesidad y una coherencia, puesto que, a cada momento, en la intimidad de nuestro espíritu, una fuerza espiritual nos convoca a ordena el ser, y si estamos bien asentados en la coherencia de los valores de verdad, tenemos necesidad de pedir perdón a Dios. Y sin ese perdón no tenemos la seguridad de vivir una vida cristiana sana, pero qué digo, ni humana siquiera. Y el que ha ofendido, por supuesto, participa de la misma naturaleza que nosotros, y necesita ser también perdonado por Dios y el que ha sido ofendido.

Esto, pensando en profundidad nos hace caminar a esa idea de que el perdón es básico a una relación humana decente, es decir humana de verdad. Por supuesto está fundado en el conocimiento real de que somos débiles, cosa que con frecuencia olvidamos, pero que está en el corazón de nuestra realidad. La práctica nos dice entonces que casi no podemos fiarnos de nada, ni de nadie, si no fuera por esa conciencia, también clara, que aflora en nosotros de sabernos siempre perdonados por el que nos ama de Verdad, Dios. Lo que viene a decirnos, que el fondo de nuestra armonía personal y de la pareja, descansa en nuestra relación con Dios. Y por supuesto este perdón tiene que ser profundo y verdadero, es decir, que no deje huellas de resentimiento o rencor, porque si no es así, el perdón no es tal, y nos quedamos en nosotros mismos con nuestro orgullo ofendido, pero destrozado y sin horizontes, y sin visión de andadura humana, por esta falta de sintonía armónica que debe darnos el perdón. Por algo el Señor nos avisa con aquello de “perdónanos como nosotros perdonamos”.

Teológicamente hablando me atrevo a decir que el perdón es una acto creador de Dios del que como tal, en esa imagen y semejanza de Dios que gozamos, nos hace partícipes a nosotros. Es un volver el pensar de Dios al momento en que nos creó, y que nos da sentirnos con esa primitiva delgadez y humana, y finura espiritual inigualable y como que en el perdón, reactiva el esfuerzo de restituirlo a su ser, y darle su brillo y esplendor primitivo al hombre que se hace Dios perdonando. El perdón es por tanto una de las características más fundamentales del ser del hombre, ya que se enraíza en el constitutivo interno deficiente del ser humano. Todos nos deberíamos reconocer en esta situación tan nuestra, que efectivamente la hiciera más fácil al perdón, porque la debilidad nos rodea por doquier, y al reconocernos como tales, esa fuerza de Dios nos restituiría esta función creadora tan nuestra, también, del perdón, que activará a todo hombre, que la reconozca y se acepte como tal, en esa acción tan puntillosamente humana.

Y así, si es importante el pasado para todos, es más importante mirar al futuro, en cuanto que él se abre a los dones que el Señor gratuitamente quiere manifestarnos. Cuando uno piensa en la curación del paralítico de Cafarnaún en (Marcos 2,1-12) la novedad nos sorprende al ver que lo primero con lo que se encuentra este paralítico es con aquello:”hijo, tus pecados te son perdonados”. Un perdón gratuito, inesperado, total, sin ningún ritual religioso, pero sí en proporción a la inmensa fe que aquel enfermo manifestó ante Jesús, y en todo caso como el causante de todo lo que después vino para esta triste situación humana. Y es claro, para Dios, como debiera serlo para nosotros, más importante que la salud física, es la sana vida espiritual.

Hay ocasiones, sin embargo, en las que a pesar de un perdón verdadero y sincero, la paz no vuelve a nuestro corazón de momento, porque nuestra herida continua siendo profunda y sangrante, cosa que sucede en ocasiones, cuando por lo que sea, y poniendo nuestro grito en el cielo, y llenos de soberbia incoherente, hemos arrasado con la perspectiva creada con esfuerzo mutuo, o dilatamos nuestra entrega con mezquindades incomprensibles para la parte dolida, y a través, tal vez de mucho tiempo, y sin pensar en el mal que nos hacíamos. Entonces nos hará falta también la paciencia, mucha paciencia y comprensión del uno al otro, que es caminar juntos mirándonos de cuando en cuando a la cara, o cogidos de la mano, o en un abrazo oportuno y tal vez esperado o añorado, para ir saldando y curando, con la contemplación mutua y el silencio que armoniza tempestades, poco a poco las heridas. Estas situaciones en las que no nos sale, ni siquiera una palabra, y al mirarnos nos ocupa el llanto, son francamente difíciles y con frecuencia indeseables, pero son buenas para pensar y madurar en el dolor de la herida hecha, al amor herido, e intentar rehacer el futuro de nuestro mejor compromiso, para ir atándolo a golpe de lágrimas y sollozos, en la meditación arrepentida de nuestro mal hacer, y la sanación de la herida que gratuitamente hemos abierto. Por otra parte, el tiempo, ese buen amigo en ocasiones múltiples, hará que poco a poco se cierre la herida, y vayamos acercándonos a la confianza natural de cada circunstancia, y a esa fe encarnada que mudamente nos hemos tenido, y que tan bellas páginas, estoy seguro, ha escrito... en vuestras vidas.

Es evidente que también, cuando perdonamos debemos saber engrandecer y hacer efectiva, nuestra nobleza con el perdonado. Esto, de verdad que nos falta con frecuencia, haciendo de nuestra generosidad pura baratija, cómo es posible ofender al hermano con los mismos chismes de siempre,…Esto debe ser más tenido en cuenta en nuestra relación humana y matrimonial, para hacer brillar como el oro los mejores sentimientos de cercanía entre ambos, que al mismo tiempo alejan la herida y hacen más fuerte la compañía que necesitamos siempre para ir marcando con el don, el ser de nuestra realidad en esta vida, y acercándolo al perdón, tan necesario en la condición del hombre hoy

Un caso extremo puede ser la falta total de arrepentimiento, hoy tan frecuente, en matrimonios que, deben dar paso a una profunda reflexión, sobre todo, cuando se tienen hijos con un hombre borracho, o hijos o maridos en la droga, y para colmo, que agreden y abusan con golpes de una manera continuada e ilógica del todo. Claro, hay momentos, y esto la experiencia nos lo dice, en que ella puede temer la muerte. No cabe duda que aquí, hay que pensar en el bienestar de la mujer y también de los hijos, lo que no se puede hacer es continuar viviendo en la casa del agresor impenitente, sin ponerse antes en contacto con la justicia, por lo que es necesario, perdido el miedo, y haciendo con astucia, incluso, lo posible para salvar a los hijos, salir cuanto antes sin dar lugar a más discusiones y golpes, y esperar que la justicia ponga las cosas de alguna manera en su sitio. Claro, esto supone que la nación ha tomado en cuenta estos problemas, y la justicia tiene medios, es decir leyes, para dar solución a este tipo de problemas, repito, muy frecuentes en nuestro medio.

Podéis imaginaros, por otra parte, lo difíciles que han sido estos momentos para el que marca la vida en la libertad necesaria al que es perdonado y que perdona. En ambos se pasa, de una situación penosa en lo que a su libertad se refiere, que ha necesitado opciones del todo originales para llegar al gozo de la armonía, y que han supuesto para el encuentro un esfuerzo del todo nuevo y sorprendente por sus efectos, a una alegría que embarga el espíritu, y que celebra todas esas idas y venidas al mundo bronco de nuestro interior revuelto por las adversidades y sinuosas cavidades del rencor y hasta del odio, que paralizaban el mundo de nuestra seguridad y nos hacían francamente diminutos ante nosotros mismos, y ante el mundo. Sencillamente, la figura era que no podíamos,… pero qué gusto da reconocer que no estábamos en la verdad, porque es un hecho, que ahora estamos en el mundo que hemos sabido intuir como verdadero, y gozamos el sentirnos hombres capaces de amor y de perdón.

Y es verdad que nuestra libertad se ensancha y como la de Dios al perdonar, se crea redonda a sí misma, no olvidar que somos su imagen, y que nuestras opciones aumentan casi al infinito, ante ese mundo nuevo de la benevolencia, tan legítimamente humana, que siempre ha estado jugando con nosotros a realizarse enteramente, pero que resuena ahora con fuerza y con la legitima grandeza de amor gozado en don. Llantos y amarguras, que de nuevo suenan a entrega, en íntima combustión humano divina, desde la que su fuego luminoso quema todo resabio de egoísmo y necedad, de rencor o resentimiento, arropado en la vivida inseguridad de lo que son bengalas, y nada más, capaces eso sí, de cortar y hasta destruir lo más bello que el hombre es, su capacidad de madurar, ser siempre siendo, al crecer día a día en la felicidad y añoranza de más, que nos da el perdón, amor reverdecido y engordado, caricia, en todo caso, de ensueños nuevos para la eternidad.

Y es que el amor también es el fuego que quema todas nuestras veleidades, pero sobre todo es el encanto fulgurante que perdona todo, porque solo él lo hace, al interiorizarse en reflexión de fechas y acontecimientos, y enterrar en el olvido, lo negro y escabroso del rencor hecho odio de noches y mañanas que se alargan, de otra manera al infinito, pero que en su capacidad creativa puede liberarse, cómo no, de sus pesos inútiles, siempre en el fulgor abrazante de Dios, para encontrarse nuevo y renovado en los encantos de aquel paraíso perdido para siempre, parecía, pero que se renueva ahora, con horizontes hermosos y cálidos en la electrizante fuerza del perdón, siempre nuevos.

Por eso es que perdonar nos hace más hombres, porque es comprendernos enteramente en la grandeza simple y unitaria del don de Dios al crearnos, pero siempre nueva, y de un ser al que el límite, cierto, le pudiera empobrecer, pero que su capacidad de amar y perdonar lo levanta por encima de todo, y lo hace casi Dios, sin olvidar que san Pablo nos dijo que con Él y en Él somos Dioses, porque su gracia así lo quiere.