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Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja

 

 

Podría comentaros de otra manera el evangelio de este domingo, mis queridos jóvenes lectores, pero me fijaré en unos detalles que, sin ser los mas importantes, me parece que para vosotros sí que os resultarán interesantes y útiles en gran manera. Seguramente otros pondrán el acento en diferentes ideas, más dogmáticas probablemente, y yo no lo ignoro.

Hay que imaginar la situación por la que pasaban los antiguos amigos del Señor. No dudaban de su existencia, pero tampoco entendían como trascurría esta. Se encontraban con Él sin tener previsto ni el momento ni el lugar. Su mensaje tampoco era esperado, siempre sorprendente.
Gozaba su cuerpo, aquel que vieron herido, muerto en la cruz y enterrado en el sepulcro, de unas particularidades que nunca habían sospechado.
Atravesaba paredes, se hacia visible en un sitio o en otro, sin deber desplazarse y no era esclavo de las necesidades biológicas que a ellos les parecían indispensables. A pesar de estos intríngulis, era preciso vivir, se decían, y trabajar, si querían conseguir el sustento necesario. La profesión de casi todos ellos era la de pescador y a ella se entregaron unos cuantos, aquella noche. Si uno sale a segar, cortará cereal, con más o menos maña, pero volverá con gavillas. Si uno busca leña, podrá, con seguridad, traerse a casa troncos más o menos grandes.
Si uno quiere hacerse una herramienta, y es forjador, lo conseguirá.
Pero si uno es pescador, sabe muy bien que una serie de imponderables que condicionarán el resultado y que tal vez vuelva a casa sin nada en el zurrón. Con caña o con red, el éxito de la pesca siempre es un misterio y no hay cosa que más le fastidie a un pescador, que el que alguien le pregunte si pican los peces y quiera, además, darle consejos de cómo conseguirlo. Pues eso precisamente es lo que imprudentemente hizo el Señor, aunque ellos no supieran que era Él. ¡Vamos! ¡Que después de una noche de probarlo, sin conseguir un solo pez, venga un extraño a darles lecciones, es lo más inaudito que uno pueda imaginar!. Les sugiere que calen las redes a la derecha y ellos lo hacen. Se hinchan de peces como algunas otras veces, pero no precisamente como habían estado deseando ellos aquella noche. Era asombroso aquello, aunque no
imposible. El asombro no demuestra nada, pero pequeña es la estatura espiritual del que no es capaz de asombrarse. Su vida trascurrirá pobremente, sin gozosos logros. En el júbilo del asombro es cuando se dan cuenta ellos de que es Él. Se tira Juan decidido al encuentro del Maestro y los demás le siguen. Está asando pescado. Se han acercado prudentemente con sus redes cargadas de peces. Y a Él, el que los multiplica cuando conviene, no se le ocurre otra cosa que pedirles que
aporten algo de lo conseguido, para juntarlo a lo suyo y compartirlo.
¡qué ocurrencias!

De entre todo el perímetro del Lago, que he recorrido varias veces en vehículo y muchos de los tramos hecho a pie, el lugar que mas aprecio es el que recuerda este acontecimiento. Probablemente, el lugar, señalado por una desgastada escalinata que desciende hasta la superficie del agua, sea auténtico. Se trataría de un sencillo puerto del que nos
habla, pues lo visitó, la peregrina Egeria, en el siglo IV. Le contaron que era el lugar del encuentro con aquellos pescadores, fracasados primero, afortunados después. Estando en el lugar, uno piensa que seguramente se ha acertado al señalarlo y mira por si baja el Maestro por aquellos toscos escalones.

Si aprecio tanto el lugar no es ni por el prodigio de la pesca, ni por la confirmación que del primado de Pedro se describe más tarde hizo allí. Lo que a mi me gusta, es el gesto de Jesús con sus amigos. Al amanecer tiene preparado el pescado asado, no sabemos de donde lo habría sacado, pero era suyo y no lo quiere solo para sí mismo, ni quiere repartirlo alegremente a sus discípulos. Desea que estos aporten de los suyos, de los que con su esfuerzo han conseguido. Quiere compartir.
Tendemos nosotros al individualismo, el Señor prefiere el trabajo en equipo. No hay duda de que la escena nos sugiere una situación eucarística y acordaos que, cuando comulgamos, es preciso que primero aportemos nosotros pan y vino, para que la acción sagrada se realice.
Nunca quiere actuar solo. Todo lo bueno quiere compartirlo, únicamente el dolor de la pasión y muerte, lo sufrió en solitario.

Os lo vuelvo a repetir, mis queridos jóvenes lectores, paso buenos ratos en el lugar, recuerdo que en una ocasión, nos encontramos con unos cuantos amigos y comimos, con gran emoción por mi parte, exquisito helado y rico melón que Fra Rafael Dorado trajo para obsequiarnos. Sólo faltaba Él, o tal vez estaba muy presente, sin que lo viéramos.

Al lado mismo de este minúsculo puerto, en una pequeña y sencilla iglesita celebro, casi siempre, a continuación la misa. Al acabar, ya al atardecer, como es habitual, aquella superficie que habíamos dejado antes de empezar lisa y llana como el agua de una bañera, empieza a ensayar unas olas, que por la noche se convierten en pequeña o grande tempestad, es otro encanto.

Me han dicho que cuando el lugar fue visitado por el Papa, sugirió que se levantase una gran iglesia y los franciscanos le explicaron que era mejor que continuara siendo una sencilla edificación de piedra negra, humilde, como lo fue aquella reunión.

Os cuento que, en alguna ocasión, me ha gustado salir con chicos a pescar y lo capturado, lo hemos asado y comido como si se tratase de aquel encuentro, o tal vez es que el espíritu que lo animaba era el mismo y atraía la compañía del Maestro. Si os es posible a vosotros hacerlo, no dejéis de disfrutar de una tal experiencia, un tal almuerzo
os sabrá a gloria. Viviréis el Evangelio y os podréis fácilmente comprometer a no hacer nada en vuestra vida, sin contar con la colaboración de los demás. Así, de una simple experiencia, aprenderéis a vivir a la manera de Jesús. Y su Espíritu os acompañará.