Domingo IV de Pascua, Ciclo C

Rebaños

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja

 

 

Yo no sé quienes y como, sois, mis queridos jóvenes lectores. A veces me llega alguna noticia que me alegra, alguien al que le gustan, me dice que os trasmite mis mensajes. Tal vez algunos los leáis directamente, no lo sé, me gustaría mucho enterarme, si así fuera. Con mi mayor ilusión os escribo cada semana, el mundo de Internet es inmenso y global, pero la comunicación personal escasea. Lo lamento.

Os he dicho estas cosas, porque tengo la impresión de que a mí, hombre viejo, me cuesta menos que a vosotros entender el lenguaje bíblico. No voy a continuar por el terreno de las generalidades, voy al grano. Cuando era pequeño e iba al pueblo de mi tío, llegaban al atardecer los rebaños. Todos juntos, los animales, a mi modo de ver, no se distinguían entre sí, pero, para mi sorpresa, cada uno era conducido, sin dificultades, a los corrales del propietario. Y, como yo era el sobrino del amo y chiquillo de ciudad, era bien acogido por los pastores, que me trataban con cariño y simpatía. Y me enseñaban el corderito que había nacido aquellos días o la borrega que estaba a punto de criar y me dejaban ver ordeñar a las pacientes ovejas. Aquella relación entre el rudo hombre, tal vez analfabeto, y el rebaño, era un prodigio que yo admiraba y apreciaba. Cosas semejantes son las estampas que observo por el desierto de Judá, por el del Neguev o el del Sinaí. La apariencia del ganado ovino del desierto difiere un poco del de pasto abundante, pero el beduino trata a su rebaño con el mismo aprecio que el que tiene el nuestro de la mesta.

A diferencia de lo que explicaba, los que puedo encontrar en mi entorno, e imagino que a vosotros os puede pasar lo mismo, son muy diversos. El pastor a lo mejor va escuchando con su transistor, el partido de fútbol que le interesa, su comida no es tan parca como la de antiguo y duerme, comúnmente, no en cabaña y lecho de paja, sino en casa y colchón. Acompañado todo ello de suculento manjar y buena bebida.

Tal vez, digo yo, para entender las enseñanzas de Jesús, debáis pensar en un jinete y su caballo, en un chico y su perro, en un abuelo y sus pajaritos o en una buena labradora y sus gallinas, si es que todavía quedan pollitos salidos de huevos incubados por cluecas. Espero que conservéis suficiente ingenio para que podáis imaginar una relación de amor de tal clase.

Jesús afirma que nosotros, su grupito de fieles seguidores, de entusiasmados fans, de comprometidos en su equipo de emprendedores proyectos, no le somos indiferentes. Afirma en primer lugar, que si así lo somos, es porque el Padre suyo y nuestro, nos ha escogido con predilección y a Él nos ha encomendado. Somos, mis queridos jóvenes lectores, personas privilegiadas, mimados miembros de su staff.

Es consciente de que nosotros somos capaces de darnos cuenta de sus desvelos por nosotros, de sus llamadas y de sus invitaciones (no puedo dejar de pediros que hagáis en vuestro interior un poco de silencio y os preguntéis si el Señor tiene razón o si, desgraciadamente, os habéis olvidado de cómo son sus llamadas, de cómo son sus regalos, de cómo os impactan sus amores). Por si nuestra actitud no fuera la descrita, afirma que, por su parte, Él nos conoce uno por uno y no nos abandona (aunque nos creamos, en ciertos momentos, que es olvidadizo). Siempre nos tiene en cuenta y nos reserva una eterna existencia feliz (aviso para los momentos de decaimiento, de desánimo, cuando pueda tentar la idea del suicidio).

Nos aprecia más que el inmenso firmamento, con sus nebulosas en espiral que se desplazan, con sus agujeros negros y el eco del big bang, que todavía resuena. Que el alucinante mundo microscópico, con sus electrones, neutrones, positrones y neutrinos, amén de las partículas y radiaciones nuevas que se vayan descubriendo. Todas estas fascinantes realidades no son nada, comparadas con la chispita que brilla en nuestro interior, que a Él mismo le sorprende.

Nos tiene bien protegidos, bien amados. Nada debe perturbarnos. (pero no olvidéis que aun siendo cierto esto, conservamos un resquicio de libertad que puede echarlo todo a perder).

Jesús y el Padre-Dios son un mismo Ser, tan cercano a nosotros que diviniza nuestra existencia. Como el oxígeno del aire se mete en nuestros pulmones y recorre todo el cuerpo dándole vida.