Domingo VI de Pascua, Ciclo C

Despedida y anuncio

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja

 

 

El año litúrgico es un viaje espiritual. Un "tour" de lujo, no en crucero, ni en avión, ni en trineo o moto. Se va en volandas, levitado por la misma Gracia santificante que nos proporciona la Iglesia, sin pagos ni recargo alguno. Lo malo es que hay quien le gusta más quedarse en casa, holgar perezosamente, moviendo con suaves tactos cacharritos digitales, oír música sin escucharla o comer pipas sin saborearlas. O salir de casa a pasar el rato en bebidas, bailes y juergas, sin compartir, sin gozar en común. Un año litúrgico así, no es un tal viaje. No hay ni novedades ni progresos. Ni se goza del alimento espiritual que nos dan los sacramentos.

De cuando en cuando, durante este anual recorrido, se estaciona uno en un lugar que merece atención y debe aprovecharse el júbilo que proporciona. Descubre novedades que le eran desconocidas. Gusta de sensaciones que ignoraba. Se le abre el Cielo y cree sumergirse por un momento en él. Pero no, son etapas que hay que superar. Mis queridos jóvenes lectores, antiguamente, el ferroviario de turno, tocaba la campana en la estación y proclamaba: señores-viajeros al tren. Hoy, en los aeropuertos, la megafonía advierte que el avión a un determinado destino está presto a despegar, que es preciso embarcarse. Es el momento de las despedidas, de los abrazos, de las nostalgias y de las esperanzas. O del miedo a zozobrar en el futuro tramo del viaje. Quien se queda en casa desconoce todo esto. No arriesga nada, tampoco es muy feliz. De igual manera quien olvida moverse impulsado por la imaginación prodigiosa de Dios, dispuesto a las generosidades que el momento exija, no sabe lo que se pierde. O experimenta el hastío de una vida sin sentido y busca, a veces, el subterfugio de la felicidad imaginada mediante la droga, que no es real, sino puro dañino sucedaneo.

En el evangelio del presente domingo se nota una sensación pareja a la descrita. Vivíamos el gozo de la resurrección de Cristo, en nuestras iglesias quedan todavía los signos de la Vela Pascual. Ahora el Señor nos dice que se va, que marcha al Padre. Eso del ir y venir son formas de adaptarse al lenguaje de los humanos. Dios no ocupa un lugar en el espacio. Pero algo profundo expresa, hablándonos así. Se nos anunció aquella luminosa noche de Pascua que Jesús había resucitado, que había partido el pan con unos, compartió tortas y pescado con otros, sin que la resurrección le hubiera alejado de ellos y olvidado su amistad. Les fue dando recomendaciones para el futuro, arreglando su atuendo espiritual, aconsejándoles, enriqueciéndoles. Como una madre al despedirse recuerda sus advertencias, abrocha el botón suelto, mientras mete discretamente dinero en el bolsillo. Conviene que nos separemos dice, debes progresar, ver nuevos paisajes, aprender cosas, prestar servicios. Estaremos en contacto, añade al final. ¡ y tanto como está unida la madre al hijo que se aleja! No necesita teléfonos móviles. El amor es telepático. Semejante, pero de mayor calidad, es la actitud del Maestro.

Añade el Señor algo que con frecuencia olvidamos. Nos da su paz. Es un gran don, pero nos advierte que su paz, su saludo, es diferente al que da el mundo. Esta advertencia la olvidamos muchas veces. En la celebración de la Misa hay un momento que este gesto se hace presente. Mediante la voz del que preside nos llega la Paz de Cristo y se nos invita a trasmitirla. Se debe expresar, comunicarla, con un gesto sincero, pero imbuido de responsabilidad. No tiene la categoría de la Eucaristía, que se otorgará después, pero debe darse con la misma seriedad. Se observa en misas en las que uno participa o en trasmisiones televisivas, que, en ciertas ocasiones invade en este instante, un jolgorio irresponsable. Nadie envuelve en un papel usado de periódico, un regalo de gran valor. Se escoge un envoltorio de calidad, se cubre y etiqueta con cuidado, se entrega con ilusión, esperando aumentar el gozo del que lo recibe. Incluso, con frecuencia, se atreve uno a preguntar si le ha gustado el obsequio. La Paz de Cristo merece ser dada con gran ilusión, con encantador gesto, con gran Fe, con la esperanza de que el otro, aquel a quien se la trasmitimos, aumente en felicidad. Es una cosa seria y de gran valor.

No os aflijáis ahora, mis queridos jóvenes lectores, si reconocéis que olvidáis darle este sentido. El Maestro nos advierte que nos encontraremos pronto con el Espíritu que reafirmará nuestros anhelos. Sin darnos la fecha, nos está anunciando la próxima parada de reposo y avituallamiento. El próximo encuentro sorprendente. La comunión íntima con su Espíritu, que nos va a proporcionar fuerza, valentía, ilusión. Implícitamente se nos anuncia el cercano Pentecostés.