Escasez de sacerdotes (III)

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja

 

 

PSe publicó, en la Francia de hace casi un siglo, un libro que hizo furor en las huestes clericales, se titulaba "France, pays de misión" No lo leí, pero su eco resonó en mi interior, joven sacerdote entonces, predispuesto a descubrir, y deseoso, de nuevos horizontes. No sé si tuvo alguna consecuencia práctica en el devenir de los cristianos de a pie de la iglesia francesa. Fueron evidentes, eso sí, los efectos que causó en la clerecía. Los sacerdotes obreros, con sus audacias, las suspicacias de la correspondiente jerarquía, la valentía de aquel maravilloso obispo Ancel, que fue él mismo obispo y obrero, no se olvide, son palpables consecuencias. Y quiero recordarlo ahora, ya que fue mi primera experiencia de trato personal íntimo, con un obispo. Deseé hablar con él. Estábamos en el lugar unos pocos sacerdotes a los que él dirigía un retiro. El encuentro fue inmediato. Sus primeras palabras fueron, textualmente: ¿y por qué te has puesto sotana para venir a verme? Esta simple observación, allanó el camino y facilitó la conversación. Algo semejante me ocurrió con Mons Picchi, antiguo obispo de Alepo. Estábamos situados frente a frente en el comedor, en Nazaret. Le pedí poder hablar un rato, para enriquecerme con noticias directas para la revista. Pausadamente, me dijo: dopo le 9, y volvió a repetir: dopo le 9. Me extrañó la precisión, faltaba una media hora y estaba él desocupado (entre otros motivos, por su situación de enfermo, en situación casi terminal). Me presenté a la hora convenida. La conversación fue amena e interesante. Al poco, se apartó y tomo un paquetito que me entregó: tenía una imagen de la Virgen y una fotografía del Papa Pablo VI, cogido a su mano, pues había resbalado al querer subir a visitar a un enfermo, en Jerusalén. Ya sabe lo empinadas que son aquellas escaleras, me decía. Se lo había advertido, pero él me había dicho que estaba fuerte. Él entonces era el párroco latino de la capital. Comprendí que me había hecho esperar para poder ofrecerme aquel regalito. Fluidez semejante tuvo un encuentro con Mons H Camara y otros, que fuera largo ahora enumerar.

Acostumbro a preguntar que tratos tienen los sacerdotes con sus obispos, cuando me encuentro con misioneros. Recuerdo que no hace mucho, uno, que pulula por el Sahara, no me atrevo a llamar vivir a la dureza de su existencia allí. Me contaba sus relaciones habituales, sinceras y cordiales con el obispo, con preocupaciones pastorales comunes, compartidas y resueltas por aquel que fuera más capaz de servirlas, sin fijarse en escalafones jerárquicos. Le pregunté si durante los días de estancia en su diócesis de origen, había ido a saludar al prelado del lugar. Con llaneza me dijo que no, que ni siquiera lo conocía. Me lo aseguró H. Cámara: la Iglesia vive sus mejores momentos, porque goza como nunca, de mártires, en mayor número que en las épocas romanas. Añadiré yo, que algo más mejoraría si esta Iglesia, Esposa amada de Jesucristo, se mirase en el espejo de sus misioneros y se acicalara para que su rostro en todos los sitios fuera como el de ellos.

Pasando a otra vertiente. El sacerdote debe gozar de la amistad humana. Darla y recibirla. A imitación de Jesús, que nos dio ejemplo en Betania y por el camino de Emaús. Pero, lo repito con frecuencia, nuestro tiempo, en estos lugares, es propicio a establecer múltiples relaciones débiles. Olvida amar comprometida y generosamente, elaborando amistades profundas. Grandes santos nos dan testimonio y de ellos también debemos aprender. Creer que la solución para el equilibrio afectivo de los presbíteros sea el amor exclusivo de una esposa, es desplazar el problema, pensar en soluciones fáciles y de problemática eficacia. Es preciso darse cuenta de que, más que servidores, necesitan colaboradores. Más que enamoramientos o placeres, gozar de confianza. Y sentir a su lado que, desde otras perspectivas, se vive con ilusiones en el seguimiento del Señor.