XI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C

La pecadora practicante de amor

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja

 

 

Yo no sé si habéis observado, mis queridos jóvenes lectores, que en el mundo de la política o en cualquier otro ámbito de la vida publica actual, cuando surgen conflictos que ocasionan males u ofensas, si se llega a reconocer alguna culpabilidad, si se admite que alguien fue la causa del trastorno y quiere arreglar el desaguisado, lo máximo que se consigue es que presente sus excusas, que dé explicaciones, que lamente su proceder. Cuando se ha llegado a esta situación, todo el mundo queda satisfecho y parece que se haya deshecho totalmente el entuerto. Tal vez en este terreno de la vida pública sea suficiente la referida actitud, pero en las relaciones personales de los cristianos es preciso ser más exigentes. Es necesario que veamos que nuestra Fe, nuestra fidelidad a Cristo, pide más. Hay que pedir perdón y conseguir recibirlo. En el episodio que narra el evangelio del presente domingo el Maestro nos lo enseña.

Para empezar, y suponiendo que ya habéis escuchado o leído el fragmento de S. Lucas, quisiera advertiros que nada concreto sabemos de esta mujer, que se trata de una "pecadora anónima" que por su gesto y proceder, merecería un monumento. No hay que confundirla con la María de Betania, que también ungió al Señor y también recibió su elogio, ni con María, la nacida en Magdala, compañera de la "tropa" que le seguía, ni con ninguna más. Es una pecadora y santa desconocida, habitante y profesional, de uno de los pueblecitos que surgían a la sombra del Tabor, en la llanura de Esdrelón, bastante al norte de Tierra Santa. He dicho profesional, pues, su quehacer reconocido era ejercer la prostitución, aunque esta palabra no se nombre explícitamente. Quisiera advertiros que el episodio ocurre en el Israel de aquellos tiempos, que tenía características peculiares, que a veces no se quieren tener en cuenta y son diferentes de las nuestras. Cada uno es cada uno y tiene sus cadaunadas, dijo alguien. En general, podemos afirmar que el pueblo del que os hablo, carecía del sentido erótico de las relaciones personales. Dicho brevemente: era sexual, pero no sensual. El oficio de esta mujer era maldito y marginal, ciertos hombres se valían de ellas para satisfacer sus inclinaciones biológicas, sin poner en ello otra cosa que el dinero que debía pagar. El proceder de estas mujeres resultaba inhumano, eran puro objeto, instrumento y esclavitud de otra persona.

Jesús se acerca a aquella casa que la regía un hombre de cierta categoría social y cultural. (Tenía domicilio fijo y estaba adherido al grupo de los fariseos, un conjunto de "ultras", radicales en religión y patriotismo). Por las tierras del Medio Oriente soplan vientos cargados de finas partículas de arenilla, que se pegan a la piel sudorosa. No se puede hablar de pies sucios del viajero, pero sí que era un gesto de hospitalidad y deferencia, el agacharse y lavárselos simbólicamente, cosa que no se había hecho con el Señor. Entra en escena esta buena mujer que trae consigo un frasco de alabastro con perfume. Aunque así se los llamase, no eran precisamente de alabastro estos recipientes, sino de vidrio de calidad, del tamaño de lo que hoy sería una botella de refresco. Los arqueólogos han encontrado ejemplares de aquella época y he podido ver unos cuantos en Jerusalén, por eso os doy estas precisiones. En este caso no se nos dice de que perfume se trataba, seguramente sería alguna fragancia de la tierra, a diferencia del otro caso parecido, el de Betania, en que se nos advierte que la esencia era de importación.

Está Jesús probablemente reclinado sobre cojines, según costumbre, dada la categoría del anfitrión, seguramente apoyado en la alfombra con el codo izquierdo, de cara al señor de la casa, aparentemente absorto en lo que le decía. Tal vez elogiando sus manjares. En realidad era pura educación su proceder, pues, sus desvelos estaban en lo que hacía aquella mujer que se había deslizado desde el exterior. Resultaba sencillo hacerlo, dado que lo que hoy llamaríamos comedor, era una estancia abierta al exterior. Notaría el Maestro el perfume que se escurría entre los dedos de sus pies, las lágrimas que caían sobre su piel, la cabellera que servía de improvisada toalla. Sentiría el Señor el latido frenético de su corazón de carne y resonaría en su interior los sentimientos de amor y dolor, del corazón espiritual. Él nunca era indiferente a tales actitudes de los que se le aproximaban.

No es hora, mis queridos jóvenes lectores de que analicemos, frase por frase, la secuencia. Es evidente que hay dos personajes de actitudes dispares. El anfitrión, hombre convencido de su rectitud y buen parecer, y la ignota mujer, de reconocida mala fama. Lo que importa no son sus actos diarios. Lo que importa es la actitud del corazón, el propósito que abriga su interior. La mujer ama y obtiene perdón y elogio. El propietario vive según buenas costumbres sociales de la época y de ello se siente orgulloso. El amor de la mujer inundado de lágrimas, incapaz de cualquier gesto que expresase satisfacción de sí misma, humillada, pues, utiliza el signo de elegancia femenina que era la cabellera para secar los pies del Señor, esto que no tenía precio en el mercado, era signo de amor, de dolor, de arrepentimiento, de deseo de cambio de vida. Y es lo que vale.

Dios aprecia más los ensueños quiméricos que las propiedades y satisfacciones personales, de aquí que proclame que la mujer ha recibido el perdón de los pecados, la que había cometido muchos y el otro, al que le ha faltado amor y ternura, se quede sin premio, sin la paz, sin la salvación.

Amar para ser perdonada, amar por ser perdonada, es en esencia lo que llena su interioridad. Consecuencia de esta actitud se le reconoce su Fe y se le otorga la paz. Mis queridos jóvenes lectores, estoy casi seguro de que en vuestra vida no ejercéis la prostitución, yo tampoco la ejerzo, pero uno acaba atreviéndose a pensar, que si este fuera el único camino, por él estaría dispuesto a pasar, para obtener un tal preciado galardón: paz y salvación, vuelvo a repetirlo. Pero no es preciso, es la senda espiritual de esta mujer, lo que debemos imitar, y esto siempre dignifica: la humildad con que se acercaba a Jesús, la humillación a la que libremente se sometió, la ternura con que le trató. Así debemos siempre ser nosotros