XVI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Mambre

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja

 

 

Desde mi primer viaje a Tierra Santa, mis queridos jóvenes lectores, he vuelto, en varias ocasiones, al lugar santo de Mambré. Está, o más bien estaba, a cuatro kilómetros de Hebrón. Hoy en día los asentamientos israelíes borran fronteras y uno a veces no sabe ya donde se encuentra Queda ahora, del asombroso lugar donde se desarrolla la escena que nos relata la primera lectura de este domingo, una gran explanada, algunos muros de bloques ciclópeos, fragmentos de mosaicos de época bizantina y un pozo, que los arqueólogos dicen pudo ser excavado por Abraham, como dice la tradición. Encinas no hay ninguna. Sol y calor, sí, el mismo. Es preciso cerrar los ojos para vislumbrar el misterio y dejarse arrebatar por él. El acontecimiento narrado, ha fascinado a muchos artistas. Recuerdo un mosaico en Rávena, de equilibrados colores. El bello icono, generalmente reproducciones del que pintó Rublev, y la pintura, de un cromatismo sorprendente, de M. Chagall.

La Iglesia Oriental ha visto en este pasaje una revelación anticipada del misterio de la Santísima Trinidad. El icono del que os hablaba más arriba, lo refleja. Nosotros los occidentales, no pensamos en ello y la liturgia nos pone este fragmento del Génesis, como una preparación para la lectura del evangelio que proclamaremos después, pretendiendo que sea una enseñanza de hospitalidad y amor.

En Mambré, en verano, la temperatura supera los 40º con facilidad. Un tal calor inclina a la indolencia, a quedarse dormido y despreocuparse de cualquier cosa que no cause irritación. Pero Abraham, el amigo fiel del Señor, ha heredado de sus ancestros la virtud de la hospitalidad. Es una virtud peculiar de los beduinos, es una virtud del creyente y debe de serlo del cristiano. Observaréis que en la narración, nuestro padre en la Fe, se dirige a quien se le aproxima en plural y en singular, indistintamente, de aquí que, como os decía, los orientales, vean en la escena, como protagonista central a la Santísima Trinidad. Lo que es indudable es que Abraham vence la somnolencia, la pereza, se levanta, saluda e invita. No pretende conseguir favores, no pretende sobornar, ni aprovecharse, su actitud es propia del que tiene un corazón acogedor. A quien pasa a la vera de su tienda, por muy desconocido que resulte, debe hacérsele caso. Si os he dicho que la hospitalidad es una peculiaridad beduina, os aseguro que ahora, por aquellas tierras, todavía se conserva esta virtud. La he gozado de musulmanes en el desierto. La he experimentado de cristianas que al acercarnos un día en Nazaret nos saludaron y ofrecieron pastelitos, querían que compartiéramos su alegría por haber celebrado la misa juntas (para colmo, era junto a la iglesita donde rezaba Ch. De Foucauld). Nos ofrecían pastas y nos sonreían. Una monja de Nuestra Señora de Sión, en Jerusalén, me comentaba: allí nadie te ofrece nada. El allí significaba Barcelona, su ciudad natal. No puedo olvidar la actitud de los franciscanos de la Custodia. Son amigos sí, pero no conozco, ni mucho menos, a todos. Al presentarme a alguno, lo primero que escucho es el ofrecimiento de una taza de café, un té o una limonada, después vendrán las explicaciones pertinentes. Cuando uno se encuentra en una tal situación percibe el ambiente de Mambré, siente al Señor al lado y recapacita y se da cuenta de que nunca debe olvidar, como no olvidan ellos, la hospitalidad.

En Betania, pasando al evangelio de esta misa, Jesús se encontraba a gusto. Los tres hermanos le recibían con la obsequiosidad que merecía su amistad. Marta le ofrecía la estancia, sus guisos, todo lo que pudiera serle agradable al Maestro. A Marta se le da el título glorioso, que nadie le arrebatará, de hospedera del Señor. Su hermana María se limitaba a escucharle a acogerle en su corazón, a contemplarle. Con buen humor, y sin condenar, ni mucho menos, a la anfitriona, de espíritu hogareño hospitalario, elogia a la de mirada mística, contemplativa toda ella, será la que reciba los mas grades elogios.

Mis queridos jóvenes lectores, me gustaría que en llegando aquí os preguntarais ¿tengo yo alma hospitalaria? La vida actual, el proceder, deberá responder a nuestras circunstancias, que son diferentes a las de aquel tiempo. Cada uno debe descubrir cuales y cómo deben ser sus respuestas. Os daré algunos ejemplos vividos, para orientar vuestra búsqueda. Siempre digo que en cada domicilio debe haber un lugar para los huéspedes, pero tal vez hoy, en este ajetreado y burgués mundo occidental, de desplazamientos rápidos, sea más útil que un dormitorio, que siempre será bueno tenerlo, disponer de una plaza de aparcamiento, al servicio de quien nos visita. Me lo explicaba un cristiano que se había quedado viudo. Decidió que, allí donde estacionaba el coche su señora, no lo alquilaría, dejaría el sitio reservado para amigos y familiares, así no perderían tiempo buscando plaza y debiendo pagar, o exponiéndose a una sanción, si no cumplían las normas cívicas. A vosotros, mis queridos jóvenes lectores, el ejemplo seguramente no os servirá. Os explicaré otro. Deseaba visitar un buen museo bíblico. Concertamos la visita, acudió el director puntualmente, le pedí que me indicara donde podía estacionar mi utilitario, amablemente subió al coche y puesto a mi lado, buscó una plaza y cuando la vio, sonriendo me dijo: mientras haces la maniobra iré a buscar el ticket. Volvió con él, lo puso en el lugar correspondiente y me advirtió: puedes estar tranquilo, dispones de la plaza durante tres horas. Por supuesto que no quiso recibir el importe de la tasa.

Si sois jóvenes y os movéis por las calles de vuestra ciudad, es probable que alguien os pregunte una dirección que no encuentra. Un buen cristiano no sólo debe indicar como se va, seguramente que, fiel a la virtud de la que os hablaba, deba, gentilmente, acompañarle, o conducirle a una oficina de información, solicitar allí un plano. Indicarle donde puede tomar un trasporte u ofrecerse a ayudarle a llevar su equipaje, si este ofrecimiento no suscita la desconfianza del visitante. Tal vez la hospitalidad deba ser puramente espiritual, saber acoger y consolar a quien han diagnosticado una enfermedad. Consolar, escuchando, a quien ha sido abandonada por su enamorado. Desearía que después de estas reflexiones que os he trasmitido, pidieseis al Señor que os diera un corazón acogedor. Receptivo a la pena del angustiado y deprimido. Compañero del anciano solitario. Comprensivo con la que, sin pretenderlo, esta embarazada, sea cual haya sido su proceder, y necesita ayuda. Que cualquiera que se acerque a vosotros, encuentre, como aquella noche encontró Nicodemo, o como aquella tarde los caminantes de Emaús una compañía abierta y comprensiva, dispuesta siempre a compartir.