XXIII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Adula, que conseguiras votos

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja

 

 

Seguramente, mis queridos jóvenes lectores, habréis escuchado que os dicen: vosotros sois la esperanza de la sociedad, del pueblo o de la Iglesia, depende de quien a vosotros se os dirige. Pues yo no os diré esto. Vosotros, vuestras personas mientras permanezcan vivas, representáis el porvenir de lo que sea. El que ese porvenir imaginemos sea halagüeño, depende de vuestra voluntad, de vuestro estado de ánimo, de si encontráis por el camino acicates que os ilusionen, personas que os ayuden y a la vez exijan. Principalmente, depende de que en el horizonte espiritual, vislumbréis algo que os atraiga y os ilusione. Como estoy hablándoos en cristiano, para que vuestro futuro sea esperanzador, es preciso que no dejéis de tener siempre presente que el futuro de un ser humano no se acaba con la muerte, característica esta de la existencia vegetal y animal, sino que tenemos una puerta abierta a la eternidad. Que en esa puerta se encuentra Cristo, pero que, sin dejarla desamparada, también es verdad que Él mismo se hace compañero de ruta. Tal vez no lo reconozcamos, tal vez ni buscándolo a nuestro alrededor sepamos verlo, pero, sin ninguna duda, no se aparta de nosotros, si caminamos.

Jesús no ofrece en el evangelio del presente domingo palabras aduladoras. Él no pretende conseguir votos, para poder auparse en el poder. El programa que os propone es un plan de vida exigente. A ninguno de vosotros os gusta que os exijan. Preferís palabras amables, promesas fáciles, elogios personales. Ningún político de turno sería capaz de hablaros como lo hace Cristo hoy. Si lo hiciera, fracasaría completamente. Pero debéis reconocer que quienes se dirigen a vosotros con palabras lisonjeras, a menudo, no cumplen lo que os prometen, os dan facilidades y pretenden ilusionaros con valores positivos pero de valor mediocre, así que después, si por fortuna llegáis a poseerlos, os encontráis hueros de gozo y os sentís engañados.

Recuerdo que en Burgos, siendo yo muy joven, se sentaba junto a mí un chico clasificado como "niño prodigio" en el ámbito de la música. En la primera ocasión que se me presentó, acudí a escucharle en un concierto. Después, durante una aburrida clase de matemáticas, comentamos su actuación y sus facultades. Él me habló de su profesor. Fue una cosa que no entendía entonces. Si él era tan capacitado ¿para qué necesitaba un maestro? Llegó él a ser un director de orquesta de categoría mundial. Aquel chiquillo superdotado, precisaba de alguien que le corrigiera, de alguien que le señalara un horizonte lejano y difícil, al que debía aspirar. Después he conocido situaciones paralelas. Grandes deportistas, campeones mundiales de su especialidad, tenían su entrenador. En ambos casos, en el del músico o en del deportista, los pedagogos eran desconocidos por el gran público, pero imprescindibles para el candidato. Vosotros, mis queridos jóvenes lectores, por el bautismo, sois personas superdotadas, predestinadas a ser campeones de santidad. El Señor hoy os señala unas normas, os marca unas reglas. Si queréis seguirle, es preciso que lo dejéis todo y os entreguéis a un duro entrenamiento. Quien quiere triunfar en atletismo debe dejar de fumar, prescindir de drogas, llevar una vida sana, hacer cada día ejercicio corporal y el descanso nocturno apropiado. Lo mismo, el que quiere ser santo, debe desprenderse de todo lo que arrastraba pringado a su persona, dificultando su progreso. Él Señor habla de esposa, hijos y familiares. A vosotros, seguramente, os diría que debéis dejar de malgastar en cosas superfluas, en lujos innecesarios, dejar de pensar en ropa de marca, en salidas nocturnas, con compañeros que os desvíen de vuestra vocación cristiana.

Os diría, probablemente, que debéis pensar en vuestros coetáneos del Tercer Mundo y a favor de ellos emplear vuestros ahorros. Que ser cristiano, a veces, supone tener que sacrificar muchas inclinaciones que para los demás les resultan normales, porque desconocen las promesas que hemos recibido y que nosotros no podemos ni olvidar, ni prescindir, si queremos luchar para alcanzarlas. Como el deportista de elite no ceja nunca en su propósito de aspirar a una medalla olímpica, absteniéndose de costumbres habituales para el vulgar hijo de vecino.

Para una tan sublime aspiración es necesario que tengamos bien calculadas nuestras posibilidades. Las que ya gozamos y las que podemos conseguir. Para participar en una competición el atleta deportista debe poseer un equipo adecuado, desde el calzado hasta el uniforme. ¿Quién se atrevería a ir a unas olimpíadas en alpargatas y tejanos? Debe saber también, que es preciso una talla adecuada, vista fina y agilidad, para ciertos deportes, de otro modo deberá dejar de aspirar a participar en partidos de baloncesto y tal vez aceptar otras palestras. Pero en el estadio cristiano, el que está dispuesto a entregarse a la lucha noble, con seguridad podrá subir al podio.

Ser santo es la mejor y mayor aspiración. Renunciar a serlo es lo único que nos puede entristecer. En nuestra mano, con la colaboración de la Gracia, este ideal es posible mantenerlo. No lo olvidéis nunca.