XXIV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Escala de valores

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja

 

 

Se dice de vosotros, mis queridos jóvenes lectores, que no tenéis valores ni motivaciones en vuestra vida. De aquí deducen vuestro comportamiento nada satisfactorio, según piensan. Recuerdo ahora una tira cómica de aquella procaz Mafalda. Al oír decir a un adulto que observaba a un joven de desgreñada y larga cabellera: esto es el acabose, le salta ella y dice: esto es el continuose del empezose de ustedes. Muchos de los que se quejan de vosotros no se dan cuenta de que la manera que ellos viven no os resulta a vosotros nada apetecible. Ya se sabe, quien se escapa del sendero trazado y se aleja del montón, es de inmediato vilipendiado y rechazado. Ser, aparecer y comportarse como los demás, siguiendo las modas, es el supremo ideal de muchos. Cada uno debe seguir las reglas y costumbres de los suyos, cualquier desvío, creen ellos, supone caer en el error o en la culpa.

El comportamiento social de Jesús no era tampoco entonces tal como sus contemporaneos esperaban de un serio rabino. No se le caían los anillos por relacionarse con los marginados. Más aún buscaba esta compañía, sin pretender codearse con gente importante.

El fragmento del evangelio de hoy relata dos parábolas a cual más bella. El buen pastor se separa del rebaño en busca de la oveja perdida. Arriesga su labor para salvar a un simple cordero. Nuestro Buen Pastor se afana a asistir a una única persona, si lo precisa ¡qué bondad la de nuestro maestro! ¡que esperanza debe anidar en nuestro interior, al percatarnos de que, si un día nos perdemos, Él saldrá en nuestra búsqueda hasta conseguir salvarnos! Permitidme que os haga una reflexión. Si me estáis leyendo ello significa que pertenecéis al equipo fiel al Señor. Alegraos de ello, pero si por ventura vierais que Dios un día concede ayuda a uno que no es de los nuestros, que algún representante suyo, sacerdote o monitor cristiano, pone todo su interés en alguno que está fuera, no os sintáis ofendidos, no reclaméis su atención, no queráis que os dedique sus desvelos. Observad su bien obrar y alegraos de que su mensaje vaya extendiéndose.

Cuando uno sufre, no cuesta demasiado acompañar en su dolor. Cuando uno está ansioso nos contagia sus preocupaciones y las vivimos, de alguna manera, como nuestras. Lo que cuesta es alegrarse con el triunfo del otro, gozar que sea afortunado. La mujer aquella de la parábola había perdido la moneda que, a parte de su valor intrínseco, se veía acrecentado por ser la que había constituido su dote. Se alegraba ella y esperaba que con ella se alegrasen sus vecinas. El amor a una persona se demuestra más al gozar con sus triunfos y fortunas, que al lamentar sus desgracias. Los ángeles así se comportan, dice el Señor.

La otra parábola, la más larga, la conocida como del hijo pródigo, es uno de los más bellos relatos de la literatura antigua del Medio Oriente. Comúnmente nos fijamos en la actitud del padre que espera, acoge y perdona al que ha sido mal hijo, y no erramos al aprender su enseñanza, pero no podemos ignorar que Jesús ponía el acento en el orgullo y prepotencia del hermano mayor, aquel que se sentía bueno de toda la vida, porque nunca se había alejado de la casa. Este es el proceder de muchos hombres que no aprecian más que en el provecho que se pueda sacar de sus trabajos. Aquel que aporta más dinero, o aumenta con su labor diaria el patrimonio, se cree el mejor, sin pensar que los sentimientos, los buenos sentimientos, son con frecuencia lo de más valor. Muchos padres están más deseosos del amor de sus hijos que de los beneficios que puedan aportar. ¡Cuantos abuelos están deseosos de que cualquier nieto, el que más alejado y desviado haya vivido, venga un día a darle un beso y aprecia el gesto emocionado de quien le tenía olvidado por mucho tiempo como el regalo más preciado. Mucho más que el que le tiene cedida a perpetuidad una habitación de lo que había sido su antigua mansión!