La granada

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja

 

 

Fruta de artesanía o la sonrisa vivaz de una chiquilla. No sabía como encabezar el tema y he decidido que fuera esta frase la que lo iniciara. No es, la granada, un fruto corriente y frecuente. De pequeño era un postre extraordinario, quiero decir no frecuente, no lo comíamos con la periodicidad de las manzanas o naranjas. Mi madre, desgranaba meticulosamente las semillas recubiertas de un globo rosado de dulce jugo. En ocasiones, a escondidas, zampábamos trozos grandes, desdeñando el gusto algo amargo de las membranas que se mezclan envolviendo y aprisionando conjuntos de granos. Seguramente no pueden conservarse en frigoríficos o existen razones de mercado que no aconsejan su cultivo en grandes extensiones. Los manuales dicen que se trata de un árbol pequeño, arbusto le llaman algunos, y la mayor parte de los que he visto lo son, pero no todos. Recuerdo un ejemplar enorme que se alza junto a la llamada "tumba del jardín" en Jerusalén. Este sepulcro con su entorno, sin poder demostrar autenticidad y referirlo al del Señor, constituye uno de los bellos rincones silenciosos de la Ciudad Santa. Allí uno reposa, imagina encuentros de Jesús y la de Mágdala, gozando de un clima de oración que no siempre se puede disfrutar en otros lugares. Propiedad de cristianos evangélicos, por ello y por la belleza del conjunto, no dejo nunca de pasar un rato allí, cuando peregrino a aquellas tierras. Al lector interesado, y por si desconoce su situación, le informo que está a no más de 5 minutos de la encantadora Puerta de Damasco, en la calle Nablus, que nace y sube delante de ella. Me he referido a este ejemplar por su tamaño, que para mí es singular, como ocurriría al mundo bíblico de tiempos de Saul con el que había en Migrón, donde descansó el rey (IS 14,2). Fue en tiempos bíblicos árbol común y a la vez destacado, nos dan buena muestra de ello las diferentes localidades cuyo topónimo deriva de su expresión en hebreo: "rimmon"

Más que de las granadas como alimento, de lo que se habla con frecuencia en la Biblia es de estos frutos reproducidos en bronce como adorno. Adorno de vestidos sacerdotales, evidentemente serían reproducciones en miniatura, o de cenefas que pendían de las dos columnas que custodiaban la fachada del Templo de Salomón. Digo bronce que, cuando se trata de textos antiguos, acostumbra llamarse así al simple metal cobre. Antes de redactar este artículo he comprado unas granadas, las he contemplado con detenimiento y muy luego he comido una. Viéndolas tiene uno la sensación de que se trata de piezas salidas de un forjador. No gozan de la redondez lisa de las manzanas o de las peras y cree uno adivinar los martillazos de quien las forjó. La redonda superficie se enriquece de irisaciones rojo-verdosas que, para acabar de embellecerla, termina en una graciosa corona de puntiagudos remates. Sí, la granada es fruta noble, coronada. La flor que la ha precedido es de un rojo vivaz y la madera del árbol dura y retorcida, ningún componente carece de gallardía. Nuestra actualidad no se fija en las excelencias que he descrito y condena en ocasiones a la planta a reducirse a vulgar seto. Lamento la degradación a la que se la somete, no lo merece su alcurnia.

El Cantar de los Cantares dice de los carrillos de la amada que son como los cortes en mitades de una granada. La protagonista del Cantar, dicen los autores, es una chiquilla. Una mujer inspirada, cuentan también, sería la autora de la obra atribuida a Salomón. Yo no sé si en vuestro entorno os quedan mujercitas ingenuas e inocentes, que sean capaces de avergonzarse al descubrirse su interior repleto de ilusiones, enamoramientos y proyectos, y enrojecen su rostro al desvelarse estos secretos. El espectáculo es uno de los más bellos momentos que uno pueda gozar. Lamentablemente, parece que tales sentimientos estén pasados de moda, o es que tal vez teman que se desnude su graciosa intimidad. Sin llegar a rostros de mujer fatal, sombrean sus ojos de tonos negro-azulados, que sugieren languidez y tristeza. Tal vez inviten a sentimientos protectores o, por el contrario, a ahuyentar a posibles agresores. Nunca ofrecen estos rostros la alegría, la ilusión y el optimismo que uno espera de una jovencita. Sin duda el rostro de Santa María en Nazaret, cuando la visitó Gabriel, enrojeció como el rosado suave de dos mitades de granada, al escuchar que se la hablaba de su interior repleto de Gracia. El Arcángel, por desgracia, no podría explicarlo a sus congéneres. Los ángeles nunca han visto ni comido estos frutos.

Una particularidad de este fruto es que si madura y nadie lo coge, revienta su coraza, dejando ver sus entrañas, entonces de un rojizo oscuro. Son viva imagen de la selecta fortuna interior que aún conservan. Son tan preciadas estas entrañas, que la naturaleza no las somete a corrupción. Aunque extrañe que así sea, las tan jugosas granadas se secan endureciéndose y ofreciendo, como humilde dádiva final, sus menudas fértiles semillas. Ante tanta excelencia, a uno no le extraña que el anciano Tobit (Tb 1,7) no se olvidara de llevar a Jerusalén, como ofrenda ritual sagrada, el diezmo de sus granados.