XXVII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C.

¿Fe o fidelidad? ¿En qué quedamos?

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja

 

Como para trasmitirnos su doctrina emplea el Señor, en el evangelio del presente domingo, ejemplos del reino vegetal, permitidme, mis queridos jóvenes lectores, que empiece por hablaros de ellos. Aparecen dos. En primer lugar quiere darnos un símil de algo menudo y pone el ejemplo de la semilla de mostaza. Si se trata de robustez, pone el sicómoro. La mostaza, mencionada también en otros lugares, no es, evidentemente, la planta con la que se elabora la gustosa salsa, la famosa de tierras de Dijon, en Francia. No podrían en ella anidar las aves, debido a su exiguo tamaño, particularidad que se le atribuye en otro párrafo. Cuando uno va a Tierra Santa le enseñan un arbusto, del que se trae ilusionado abundantes semillas para plantarlas. Estudia luego la cuestión y resulta que tampoco puede ser la que menciona el Maestro. Pregunta a estudiosos de aquellas tierras, y de la literatura bíblica, y le dicen que se menciona también en el Talmud, pero que no se puede precisar con exactitud de que planta se trata, seguramente era nombre común, un hierbajo diríamos, que por tierras sudamericanas llamarían yuyo, sin especificar otras particularidades que lo menudo de sus semillas. El otro vegetal que se menciona es el sicómoro. Para evitar complicaciones en según que versiones se le llama morera, y no es error grande, pero, puesto que conozco el árbol y es protagonista de otros episodios, os diré que es fornido, seguramente que sus hojas sí se parecen a las de la morera, pero es de mayor talla y sus frutos son muy semejantes a los higos comunes, de menor tamaño y, según mi opinión, de inferior calidad. Lo curioso del árbol es que estos, llamémosles higos, brotan también en los troncos gordos y uno tiene la sensación al verlos de que al vegetal robusto le han salido verrugas.

Hasta aquí lo anecdótico. El mensaje es lo importante. Observaréis, mis queridos jóvenes lectores, que son los apóstoles los que solicitan del Señor que les aumente su Fe. Nosotros estamos acostumbrados a creer que la Fe es una cuestión de estudios, demostraciones, altercados y, en tiempos pasados, guerras santas. La Fe no puede caer en saco roto, es evidente, es un don que recibimos, si estamos preparados para ello, si no ponemos impedimentos y le damos facilidades con el estudio, que es como un lubricante, y la humildad interna, que resulta ser un imán para esta virtud. Lo primero que hay que saber es que la Fe supera a cualquier otro valor. Uno puede tener estudios y aficiones, ganar campeonatos y coleccionar los más extraños objetos. Con despachos empapelados de títulos, estanterías repletas de trofeos y la caja fuerte llena dinero, puede un tal sujeto, morirse de hastío y ser incapaz de solucionar el más simple conflicto de su corazón oteando nubes de Esperanza, compañera menor de nuestra virtud. Lo primero, pues, es desearla y apreciarla. Con ella somos capaces de realizar proezas. Pero es preciso estar dispuesto a arriesgarse, como se arriesga el que acepta deseoso de utilizarlo, un equipo de escalada o de buceo. A arriesgar el prestigio, a aceptar ser ninguneado por el medio ambiente, a querer y saber realizar grandes cosas, aunque de estas uno no pueda presumir ante los demás, sabiendo reconocerles el valor que tienen, aunque resulte oculto a tantos. La persona de Fe realiza grandes proezas, con frecuencia ignora que las hace, pero más tarde, al echar la vista atrás y distinguir lo logrado, constata que su vida bien ha valido la pena vivirla.

El embrión de la Fe se sitúa en el cerebro, la aceptación es cosa del entendimiento. El goce de poseerla, lo detecta el corazón, pero son los brazos y las piernas los que deben responder y expresarse en consecuencia. Fe es Fidelidad. Habréis oído que dicen algunos: es necesario creer en algo, yo no sé si hay que llamarle Dios u otra cosa. Un tal planteamiento es muy pobre. Nuestra fe no es en cosas, sino en una Persona que resulta poder ser nuestra amiga. Fe es comprometerse y ser honesto consigo mismo y con el entorno. Y una vez aceptada la vida con sus avatares, con sus dificultades y con sus espléndidos descubrimientos, hay que ser lo suficientemente humilde para proclamar esta experiencia a los demás y vivir convencido de que uno, al responder al Señor con fidelidad, no ha hecho más que cumplir con su deber de hombre creyente y nunca pensar que el Maestro debe estarnos agradecido, o creernos con el derecho a reclamar recompensas. La Fe cristiana es docilidad, nunca aceptación fatalista del porvenir. El que diga: creo en Dios y lo que deba pasar, pasará, no puedo hacer nada para impedirlo. El que así se expresa, sin duda tiene fe, pero no es fe cristiana y me atrevería a decir que la postura es acomodaticia, por masoquista que pueda parecer.