La palmera

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja

 

 

Es un árbol tan sorprendente que merece sucesivos comentarios. Inicio con una descripción superficial. Bajaba un día de Nazaret al Lago. Tanto he recorrido el trayecto, que me permito a veces, olvidar por donde voy. Es una profanación, este paisaje debe ser siempre objeto de contemplación. En mi defensa, diré que, para muchos habitantes de aquellas tierras, el paisaje es un simple adorno de sus hoteles o de las pequeñas industrias, de turismo o piscifactorías, que por allí crecen. Me sorprendió ver que al lado de la carretera habían plantado palmeras, alineadas, perfectamente separadas unas de otras. Tengo la manía de documentarlo todo con fotografías y no dejé de hacerlo en aquella ocasión. No sentí ilusión en ningún momento. En casa al verlas en la pantalla del PC, todavía menos. Las imágenes eran de anoréxicas modelos vegetales, desfilando oscura asfaltada carretera. Frustración semejante he sentido en el bello paraje de Ein-Guedí. Lugar emblemático por su vegetación, en la antigüedad, ya que gozando de un peculiar micro-clima, llegó a permitir el cultivo de las balsameras. Allí abundaban las palmeras, que el mismo Eclesiástico elogia (24,14). Hoy las encuentro con sus racimos de dátiles envueltos en fundas protectoras. Reconozco y respeto que la gente del Kibutz, sus propietarios, vele para que no se coman los pájaros sus frutos y se defienda de esta manera de su voracidad, pero cuando las miro siento pena, han perdido su encanto. Un racimo de dátiles encerrado, es algo así como encontrar a una atractiva quinceañera motorizada y encasquetada. Su voz, y el pelo que cuelga por debajo de la esfera, evidencian su vitalidad, pero no podemos gozar de ella. (Bendita sea la precaución que ponen, no seré yo quien no se la recomiende). Comprenderán los lectores la explicación que doy para lamentar la ausencia de gozo y el desconocimiento de la belleza que desborda de las palmeras, señoritas vegetales, elegantes y generosas.  

Si uno quiere gozar de las palmeras debe acercarse al desierto, allí donde crecen tan libres y en pequeña cantidad, que no merecen el esfuerzo del beduino de trepar hasta su cima para cubrirlas. El beduino es un hombre libre rodeado de la libertad de animales y plantas. La palmera es su amor platónico, bajo ella se protege. Según explican, es capaz de pasar el día comiendo exclusivamente cinco dátiles y bebiendo el agua que mana a sus pies. Dicho sea de paso, en el desierto, cierto género de palmeras que crecen pegaditas una a la otra, son precisamente una señal que otea desde lejos, indicándole que allí hay agua, que mana o que se filtra, pero agua mojada, imprescindible para la vida.  

Es posible que a algunos lectores no les gusten los dátiles, les resultan empalagosos. Hay que recordar que en tiempos antiguos no existía el azúcar y que uno de los componentes del sabor dulce eran estos frutos. Añádase que acostumbran a llegar a nosotros bastante secos, con poca humedad y una cierta rigidez. Muy diferente resulta comerlos a pie del árbol, con un cierto deje de acidez. Contaré una historieta para saciar la simpatía hacia este árbol. Dicen en Belén, que cuando huía la Sagrada Familia a Egipto, llegado el momento de dar de mamar al Niño, se pararon al pie de una palmera y esta, para ocultarlos de la vista de los soldados, se meció hasta taparlos. Le cayó una gota de leche a Santa María y ocurrió el prodigio: toda la roca emblanqueció. En esta leyenda está el origen de la Gruta de la leche, de la misma población. Tal vez sea debido también a esta narración, que la palmera es un símbolo de acogida. De aquí que todos los belenes de allí, junto a la estrella no puede faltar nunca el elegante árbol, muda proclamación de la virtud divina de la hospitalidad.