XXIX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C.

Rezar, siempre rezar, es cosa útil

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja

 

Me gusta, mis queridos jóvenes lectores, explicaros el paisaje o los lugares por donde trascurren los hechos narrados en las lecturas del domingo. En esta ocasión me resulta difícil. El episodio del Éxodo al que se refiere la primera de hoy, ocurre al Sur del Israel actual o al Norte de la Península del Sinaí, según se mire. Os hablaré un poco de esos entornos. Tanto si le llamamos desierto de Sin, Paran o Sinaí, se trata de grandes extensiones carentes de ciudades, constituidas por rocas que se elevan formando montañas, dejando en los valles, sean estrechos, a los que llamamos wadis, o amplios, que permiten que las caravanas de beduinos se desplacen lentamente o se estacionen. Lo que sorprende al viajero es que por aquellos lugares pueda existir vida. Sí, todavía hoy, en algunos rincones, se ven algunas jaimas, normalmente al lado de algún mechón de palmeras, pocas y no demasiado altas, indicación segura de que hay humedad, indispensable para la vida. En alguna ocasión, se encuentra una losa tapando una cavidad, si la levanta, puede, de aquel estrecho agujero, sacar agua. La que le sobra, la vuelve a tirar al mismo pozo, dejándolo tapado de nuevo, antes de marcharse. Aquel áspero terreno tiene la característica de ser uno de los espacios con atmósfera más nítida de nuestro planeta. Las lluvias caen esporádicamente y lo hacen a raudales, arrastrando todo lo que encuentran, si no está bien anclado en el terreno. Las palmeras o las acacias, los sittin, pueden hincar sus raíces hasta 40 metros, para obtener agua y mantenerse fijas. Las otras plantas son retamas o arbustos semejantes, de piel dura, de terminaciones espinosas para ahorrar evaporaciones innecesarias. De una tal vegetación se aprovechan las cabras, los huesos de los dátiles son alimentación de camellos y supongo que las vacas y las ovejas, con dificultad, deben comer algunas hojas de las dichas acacias, amén de pequeñas plantas, que se asoman por las grietas de las rocas. Imaginaos la batalla en uno de estos llanos arenosos por donde querían atravesar los israelitas, camino de la Tierra Prometida. Moisés en lo alto de uno de estos agrestes picos, divisando con detalle el desplazarse de sus huestes, avanzando, luchando o retrocediendo.

Desde lo alto Moisés, ya anciano, reza. Será otro quien dirija la batalla. O, tal vez, quien lleve por buen camino y procure el éxito sean, no las espadas, sino sus súplicas.

El estilo de la narración evangélica del presente domingo, mis queridos jóvenes lectores, es didáctico. Se enseña la necesidad de la oración, de la constancia en la plegaria.

Yo estoy seguro, mis queridos jóvenes lectores, que todos tenéis alguna experiencia en este terreno. Recordáis momentos de súplica y que habéis sido oídos, pero, hay que reconocerlo, en otras ocasiones, habéis quedado un poco decepcionados. Antes de proseguir os voy a dar un texto de A. de Saint-Exupery, el que fue hace años, premio Goncourt. Lo he visto citado, no sé de qué obra suya será. De todos modos aunque fuera anónimo, resultaría interesante para lo que os quiero explicar.

…Señor – dije, en la rama de aquel árbol hay un cuervo; comprendo que tu majestad no puede rebajarse hasta mí. Pero yo necesito un signo. Cuando termine mi oración, ordena a este cuervo que emprenda el vuelo. Esto será como una indicación de que no estoy completamente solo en el mundo…

Y observé al pájaro. Pero siguió inmóvil sobre la rama. Entonces me incliné de nuevo ante la piedra.

Señor – dije- tienes razón. Tu majestad no puede ponerse a mis órdenes. Si el cuervo hubiera emprendido el vuelo, yo ahora me sentiría más triste aún. Porque este signo lo hubiera recibido de alguien igual a mí, es decir, de mi mismo; sería el reflejo de mis deseos. Y de nuevo no hubiera encontrado sino mi propia soledad.

Me prosterné y me volví.

Pero en aquel preciso instante mi desesperación se trasformó en una inesperada alegría…

La oración es siempre un acto que sale del alma humana, misterio para nosotros mismos. Decíamos antiguamente que nadie nos entendía, hasta que constatamos acongojados, que no nos entendíamos a nosotros mismos. La dirigimos a Dios, misterio también. No podemos calcular, ni establecer previsiones, en este viaje no cuentan las compañías de seguros. En este terreno, como en tantos del espíritu, se juega en un campo anclado en el espacio y el tiempo, un partido de consecuencias eternas. Se juega, se llora o se sonríe, soñando victorias inmediatas. Y el triunfo es consecuencia de un entreno duro, constante, largo. Dios es misterioso, pero nunca engaña, decía Einstein. Nunca decepciona, os añadiría yo, aunque cueste aceptarlo.

El mismo Jesús que nos pone el ejemplo del juez, que parece que nos diga que a Dios puede manejársele con nuestra impertinencia, es el que en Getsemaní clamaba: aparta de mí este cáliz o que después gritaba: ¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?

Que la oración es un misterio y la utilidad que de ella se derive también lo sea, es tan seguro, como que nuestro mundo se merecería hundirlo en los abismos infernales, pero que no cae, y que la plegaria de una inmensidad de monjes y monjas, que en sus monasterios rezan, impiden que esta condena se cumpla.

Aunque la plegaria oculta, silenciosa y constante, sea propia de los que han escogido esta vocación, yo os pido, mis queridos jóvenes lectores, que no dejéis de ser agradecidos, de manifestárselo a ellos, cuando tengáis ocasión y que también, si llega la oportunidad, os incorporéis a su vida intercesora. Me lo decía un día el Hno Juan, un cartujo de la de Miraflores, trabajando en la Grande, la de los Alpes, después de una jornada de arduo trabajo, en ciertas ocasiones, no era capaz de otra cosa que de acompañar en el coro la plegaria de un padre. Sembrados por doquier, nunca al tuntún, encontraréis comunidades contemplativas. En sus coros, o a su vera, siempre habrá un sitio para que vuestra oración les acompañe. Y si no sabéis rezar, si estáis cansados, no os avergoncéis de contentaros con acompañar su oración con vuestra sola presencia. Como los asistentes de Moisés, o las mismas piedras, se limitaban a sostener sus brazos. El resultado final, subir al podio, no debe corrernos prisa. La victoria corresponde a la Eternidad. Allí nos encontraremos con que el Jesús vacilante de Jerusalén, el temeroso de la cruz, es el Cristo glorioso y resucitado.