XXX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Humildad

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja

 

 

Nos cuesta, mis queridos jóvenes lectores, aceptar la muerte como una cosa real, que está junto a nosotros a punto de actuar y dispuesta. Que en cualquier momento se puede manifestar y decirnos que hemos de acompañarla. Estamos acostumbrados a creer que las estadísticas, aquellas que nos dicen que el promedio de vida es una determinada cantidad de años, se han de cumplir a rajatabla. Aunque aceptemos la posibilidad de que nos pueda llegar la muerte antes, sin enojarnos, si sentimos un pequeño dolor que nos parezca puede significar tenemos alguna enfermedad, su sola posibilidad, altera nuestro estado de ánimo. San Pablo no era un decrépito anciano cuando escribe la carta que se lee en la misa de hoy. Reflexiona sobre su vida, compartiendo con Timoteo el balance que de ella hace. Su situación le hace prever que su fin está próximo. No se altera. Se imagina está en un puerto presto a partir. O que como aquellas ofrendas que se presentaban a los dioses, está a punto de derramarse. Es una situación nueva. Recapacita sobre lo que ha sido su vida. Piensa en las cosas que durante ella ha realizado. Hace arqueo. Le enoja algún recuerdo del comportamiento de ciertos amigos en momentos difíciles le traicionaron y lo aparta de su memoria. Como en una pantalla ve lo que ha hecho y lo contempla con satisfacción. Comprende que su trabajo apostólico, sus desvelos por el Señor, perdurarán en la eternidad y ante el Maestro podrá presentarlos y merecer un premio. Está satisfecho porque, en medio de tantas aventuras que en su vida ha corrido, ha conservado la Fe. Haberla guardado le da gran serenidad.

Su paz deriva de como ha obrado. A él le tocó ser fiel a un programa diseñado por Dios a su medida y se lo incorporó a su vida. El vuestro, el proyecto que Jesús tiene para cada uno de vosotros, debéis primero descubrirlo, después ponerlo en práctica. Las dos cosas, escuchar, tratar de entender, analizar qué implica y de acuerdo con ello ponerlo en práctica cada día, es lo que convierte el ser cristiano en una aventura. Hay religiones que dicen que Dios es todopoderoso, que nada puede alterar lo que tiene previsto, que todo lo que Él quiere se cumple a rajatabla, que no hay nada que hacer, ni modificar sus designios. Son tan religiosas, tan adoradoras, estas religiones, que se tornan inhumanas por suprimir de su visión la posibilidad de la libertad humana. No sabemos como puede ser verdad que Dios lo puede todo y que nosotros, no obstante, podamos ser libres. Es un misterio que mientras estemos sumergidos, o aprisionados, en la cárcel del espacio y el tiempo, nunca podremos descifrar. Es como si os dicen los millones de microorganismos que hay en una cucharada de agua, no seréis capaces de entenderlo, ya que la vemos totalmente transparente, pero si la miramos con un microscopio, sin que cambie ni el agua, ni nuestro ojo, nos daremos cuenta que es verdad, que existen pero aun así la beberemos tranquilamente. No hay que angustiarse, la problemática de la vida, con sus congojas, sus entusiasmos, sus proyectos y sus derrotas transitorias, son llevaderas, si sabemos que a nuestro lado esta Jesús, aconsejándonos. Como el ciclista de elite sabe que va acompañado de su equipo que le arropa sin tocarle, que le da ánimos sin empujarle.

Antes de reflexionar sobre el contenido del texto evangélico quisiera, mis queridos jóvenes lectores, haceros una advertencia. No comparéis el Templo de Jerusalén con la iglesia que frecuentéis. El fiel israelita subía a la explanada, se desplazaba por los atrios o patios y realizaba allí lo que tenía proyectado. En aquellos tiempos la oración, aun la personal, era vocal, es decir pronunciando palabras y tenía elevadas sus manos. Era, pues, notorio lo que estaba haciendo. Podía lucirse como el de hombre notable de la parábola, o podía descubrir, hablando a Dios de su indigencia, como lo proclamaba con dolor el marginado. Uno escogía un lugar donde lo vieran, el otro un rincón avergonzado. Os he dicho que quería haceros una advertencia y ya casi la olvidaba. Vuelvo atrás. Cuando vayáis a misa no os comparéis con lo que iban a hacer estos dos hombres. No es momento el de la Eucaristía, de apartarse y dejar de celebrar unidos el gran sacramento, el más excelso misterio de nuestra Fe.

Vuelvo a las actitudes del fariseo y el publicano. La gran riqueza de un hombre ante Dios son sus plegarias, su actitud interior. Si uno quiere conseguir entrada y ser escuchado en la presencia del Señor, es preciso tener humildad, vivir humildemente. Se sale entonces purificado, deslumbrante, capacitado para la empresa de la vida cristiana. Aquel que está satisfecho de sí mismo que se cuelga y exhibe condecoraciones espirituales siempre, es apartado y se convierte en el hazmerreír del ámbito cristiano. El que se enorgullece sale despedido y despojado. El que, sin aborrecerse, con sencilla sinceridad, se presenta a Dios solicitando confiado su ayuda, este siempre va creciendo.