Festividad de Todos los Santos

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja

 

 

Cuentan que el origen de esta fiesta fue la larga procesión que en Roma se hizo un día, desde los viejos cementerios subterráneos situados en el extrarradio, hasta el templo de época clásica llamado Panteón, en el corazón de la ciudad. La fiesta se extendió pronto por toda Europa.

Si desde los inicios del Cristianismo se veneró a los héroes reconocidos oficialmente, una tal actitud dejaba insatisfechos ya entonces, a aquellos que en su vida se habían relacionado con buenos cristianos, a aquellos que se acordaban de que entre los suyos, que tal vez sus mismos padres, habían vivido como buenos fieles a la Fe, consecuentemente, eran santos, sin que figuraran en las listas que por todos los sitios se fueron confeccionando. Aprovecho hoy para deciros, mis queridos jóvenes lectores, que estas listas se unificaron para formar una universal, que la contiene un grueso volumen al que llamamos Martirologio Romano. Que ni hace referencia exclusivamente a Roma, ni las numerosas personas reseñadas, son todos de mártires.

Santo cristiano es aquel que enamorado de Jesús, sigue sus pasos, pone en obra su doctrina, lo hace con rigor y acepta los riesgos y sacrificios que ello comporta. Ser santo implica la posibilidad de jugarse la vida para dar testimonio de su Fe y a los tales los llamamos mártires. O tal vez, viviendo en medio de necesidades, entregarse a enriquecer a los que por ello sufren y a estos los llamamos confesores. Creen otros, que su vocación exige prescindir del matrimonio y conservar la castidad en este estado y a quien así vive le llamamos virgen. Generosamente otros se dan a trasmitir las doctrinas del Maestro, asimiladas, adaptadas a los tiempos y suficientemente cultivadas en los huertos de la oración y el sacrificio; reciben entonces el nombre de doctores. En todo momento es necesario que alguien dé gritos de alerta con suficiente intensidad, que despierte a los dormidos en sus laureles o en su mediocridad, que sea repulsivo enérgico ante anquilosadas costumbres, que exija comportamientos radicales a aburguesados poderosos y los que lo hacen con valentía los llamamos profetas. De estos modelos, de sus variadas mezclas, surgen todo tipo de santos. Como del amarillo, magenta y cyan, se derivan las mejores fotografías en color.

De todo debe haber en la viña del Señor. Nunca mejor dicho.

Que afirmemos que en la Santa Madre Iglesia hay santos, no significa que fuera de ella no exista buena gente, pero la festividad de hoy es familiar, es de los de casa. Nadie puede dudar, por ejemplo, de un personaje como Gandhi, de su corrección, de su testimonio, de su valer, de su bien obrar. Pero no podemos decir que el personaje sea un santo cristiano. Ni aceptó a Jesucristo como Hijo de Dios, ni se incorporó a su Iglesia. Al fin de los tiempos, fuera de los espacios, cuando nuestra existencia esté libre de ataduras, nos encontraremos, existiremos más bien, en comunión con tantos otros, que en la historia y en el universo en el que estamos encerrados, vivieron fieles a Dios. Tenemos noticia, tal vez sepamos de algunos concretamente, que en Iglesias o Confesiones cristianas, en Religiones naturales, siguieron a Cristo. Hasta en el desconocimiento de lo Absoluto, fueron fieles otros a lo que se les dio tener y obedecer: una conciencia recta. La gran novedad, la gran sorpresa, la felicidad última y suprema la gozaremos entonces en este gran encuentro. Nadie puede poner puertas al aire libre del desierto.

Si quien acude a un gran festival goza de lo lindo, la fiesta familiar, la del encuentro de los que se aman en intimidad, unidos por la Fe y el Amor, abiertos al gran mundo con esperanza, es su mejor complemento. Hoy, vuelvo a deciros, mis queridos jóvenes lectores, es la gran gozada de los cristianos. Los que lo somos, no podemos perdérnosla.

Ocurre en la actualidad un sorprendente prodigio, sólo comparable al que pudieron gozar las primitivas comunidades de tiempos de Roma. Se vive y se muere, y la memoria de la bondad de muchos, se puede reconocer y sentir muy próxima, cuando el recuerdo de estos héroes no se ha borrado y quedan todavía huellas reconocibles de ellos. Escribo cuando faltan pocas horas para que solemnemente se proclame el generoso y valiente testimonio que dieron, no hace muchos años, en España, muchas personas de nuestro linaje. Me lo decían estos días: uno de los 498 era primo mío o era compañero de mi madre, o paso yo por la casa donde nació uno de ellos, o donde jugó otro. Durante este tiempo se ha reconocido la santidad variada de estilo, de cultura, de color de piel. Sin tener que acudir a eufemismos, se cumple lo que la Palabra de Dios proclama: somos una gran familia de santos. Conviene hoy meditarlo, pues, preocupados, dejándonos llevar por el espíritu critico y buscando la satisfacción de nuestra envidia, criticamos y condenamos a eclesiásticos actuales, a líderes valientes y oportunos, pero que no nos gustan a nosotros por su cara, por su procedencia, por sus costumbres domésticas etc. Tal actitud es a nosotros a los primeros a los que perjudica cuando nos avergonzamos de ser Iglesia, porque no sentimos la Iglesia que somos. Hoy toca cambiar y auscultar el Cuerpo Místico, como sentimos el corazón o la mirada de una persona sin importarnos sus uñas o su pelambrera.

Algunos creen que con tantas proclamaciones se devalúa la santidad, no es así. Lo que ocurre es que se hace más próxima. No dudo de la santidad de los Padres del desierto, no ignoro las repercusiones que las enseñanzas de los monjes, arquitectos de la incipiente Europa, tuvieron y aun hoy en día tienen, pero me conmueve y me estimula mucho más que la de ellos, la santidad de aquellos de los que me enseñan donde vivieron, que veo los papeles donde se expresaron. Mis queridos jóvenes lectores, tenemos noticias de santos que murieron a vuestra edad, que fueron capaces de soportar el dolor de la enfermedad, de ser fieles a la oración diaria, de aceptar el pelotón de ejecución. Eran gente que tenía amigos, que podía estar enamorada. Conmueve el testimonio de aquellos que cuando se enfrentan a la muerte, escriben con serenidad a su novia. Preguntaos ¿sería yo capaz de hacerlo? No lo dudéis, sí. Dios en tales momentos se siente tan próximo, es tan buen compañero, abraza con tanta ternura, que el chico o la chica son capaces de tener muy presente una correcta escala de valores y al vislumbrar cercana la eternidad, la afronta colocando en su sitio su enamoramiento, sus anteriores deseo de tener descendencia, sus ansias de un buen oficio o de investigar. Al final de la vida de los santos, observamos que no aborrecen su pasado pero que al notar que la puerta está a punto de abrirse, sienten, como decía aquel, que han vivido siempre la nostalgia del Cielo, pero que ya está próxima la entrada en él.

Hoy no he hecho referencias explícitas a las lecturas, pero las he tenido muy presentes. Vosotros si las asimiláis, os convenceréis que ante la gran multitud de santos que nos rodean y nos estimulan, no hay motivos para la depresión. Ellos, que están junto a Dios, son la mejor terapia para nuestros decaimientos. No puede, el cristiano sentir el hastío. Hoy nos damos cuenta que lo único que nos puede entristecer es no ser santos del todo.